A finales del 2004 me invitaron a participar en un
proyecto que habría parecido experimental de no haberse ensayado tanto antes: en una novela colectiva en la que cada escritor escribiría un
capítulo a partir del que le había dejado el anterior. La novela, cuyo título
era “La lección de Ingrid” la promocionaba el sitio –ahora inexistente- www.relatocorto.com y la comenzaría Luis Silva quien no hacía mucho había ganado el premio Nadal y que hace un par de años
recibiera el premio Planeta. A este le seguirían José Vicente Pascual, Manuel Talens, Julia Otxoa, Clara Obligado, Harkaitz Cano y un servidor,
aunque no en ese orden. No recuerdo mucho
de la experiencia. Todo lo que me queda –o más bien al disco duro de mi
computadora- es el capítulo que publico a continuación. Y es que cada vez que mando a google a averiguar algo al respecto
regresa sin respuesta. El proyecto que se anunciaba como una “ambiciosa
iniciativa” que llevaba por lema “El otro es como yo y tiene derecho a decir yo”
terminó negándose a sí mismo y a la invitación al diálogo (literario) que proponía.
Al
principio fueron sucediéndose los capítulos con más o menos gracia o sentido pero a la aparición
del mío Manuel Talens, escritor español y defensor a ultranza del castrismo respondió con
una furibunda diatriba que descarriló el proyecto. Insisto, no recuerdo los detalles, sólo la sensación de que el tal Talens no había sabido seguir las reglas del juego respondiendo con ingenio literario a mi supuesta provocación al dejar bien claro lo que pensaba del lema que encabezaba el proyecto: ni aceptaba que el otro fuera como él y mucho menos que tuviera tanto derecho a decir como él. Dejo pues la huella de mi
incursión en el complicado terreno de la escritura colectiva y me pregunto si
alguno de ustedes tiene alguna idea de lo que estoy hablando:
Manuel Gómez-Dehmer no llegó a encontrar el diario. Ni falta que hizo. Su recorrido por la cabaña, al principio indolente y poco a poco cada vez más frenético e inquisitivo lo llevó del primero al segundo y tercer descubrimientos. El primero podría incluirse con entera justicia en la desprestigiada categoría de “sorprendente”. El segundo era engañoso y el tercero no habría más remedio de calificarlo de descojonante, (dicho sea esto en el más consternador de los sentidos). Al principio, mientras recorría con la vista y luego con todo el cuerpo la que fuera la cabaña del doctor Néstor Brunetti, tuvo la corazonada de que este doctor y alguien a quien había conocido bajo ese mismo nombre hacía ya mucho tiempo eran la misma persona. Bueno, serían la misma persona al menos si se obviaban las complicaciones que Heráclito le había adosado al tema de la identidad. Descontando tres o cuatro constantes anatómicas y el nombre que figuraba en sus pasaportes, ni Manuel Gómez-Dehmer ni Néstor Brunetti serían los mismos que se habían conocido hacía treinta años. Pero a los efectos de ese fragmento del pasado y las circunstancias del presente, Manuel estaba dispuesto a conformarse con una versión más o menos legítima de su antiguo amigo.
Un sobre. Un sobre usado, abierto y vacío que tiempo atrás había encerrado una carta dirigida al doctor Néstor Brunetti con el nombre de la aldea y del país por toda indicación. Otro sobre. Éste, de manila, dirigido a N. Brunetti desde la revista Erotropics, radicada en Londres. También vacío. La combinación de nombre, apellido y título médico, no necesariamente abundante, disparó sus sospechas. El diario lo vio pero no alcanzó a abrirlo. Lo protegía, como en el cuento de Poe, su excesiva visibilidad pero también, y esto fue lo determinante, el hecho de que el primer hallazgo lo impulsaba a la búsqueda de un objeto de otra naturaleza. Rebuscó en toda la cabaña hasta encontrar la maleta del que había sido su ocupante. Fue en ella que encontró lo que buscaba. Una foto. La foto mostraba a un hombre y a una mujer con ropas veraniegas parados junto a un muro, detrás un paisaje panorámico de un pueblecito elementalmente europeo, quizás italiano. El hombre y la mujer de la foto no estaban abrazados, ni siquiera juntos. La distancia entre ellos, la postura de ambos, con los brazos cruzados pretendía negar una intimidad que hubiera proclamado a gritos la expresión de los rostros en el caso de que a una foto le fuera permitida tal modo de expresarse. Era evidente que la foto había congelado un engañoso instante, engañoso para quien no la observara con algún detenimiento, de un romance intenso y furtivo. El hecho de que la fotografía todavía estuviera en aquella maleta en una cabaña abandonada por su dueño en medio de África significaba inequívocamente dos cosas. La primera: que la mujer, o al menos el recuerdo de aquel romance, interesaba todavía a su dueño. La segunda: que éste se había marchado con la intención de regresar. El rostro de la mujer era desconocido para Manuel Gómez-Dehmer. El del hombre, en cambio, pese a distorsiones introducidas por el tiempo pertenecía al de su viejo amigo y cómplice, en más de un sentido, Néstor Brunetti.……………………………….A Brunetti lo había conocido en un campo de entrenamiento guerrillero en la provincia argentina de Jujuy, cerca de la frontera boliviana. Durante los entrenamientos Manuel Gómez-Dehmer había aprendido dos cosas: 1) que la vida en el monte no estaba hecha para él. 2) que era mejor que no se lo comentara a nadie. No obstante, en medio los arduos ejercicios había sentido una especie de complicidad con el futuro médico de la potencial columna guerrillera. En ése al que conocería como Néstor Brunetti, cualquiera que fuera el nombre que le hubieran puesto sus padres, sintió Manuel una especie de hermano gemelo en la relativa desdicha de desfallecer en los ejercicios que el resto de sus compañeros vencían con entusiasmo. Había complicidad en el hastío ante el verde incansable del monte y ante aquella calistenia furiosa que no parecía, al menos en el caso de ellos dos, tener fin ni sentido. Cuando una patrulla fronteriza piadosamente desbandó a tiros a los aprendices de guerrilleros, Manuel y Néstor escaparon juntos. Juntos también recibieron órdenes de marchar a Europa a la espera de nuevas órdenes. Juntos también se instalaron en la misma ciudad, pero cuando Manuel comenzó a recibir encomiendas que si bien no parecían peligrosas al menos tenían el aliciente de su importancia estratégica, el médico fue lenta pero inexorablemente excluido de los planes de la comandancia. La comandancia, lejana y difusa, mientras le ordenaba al otrora estudiante de antropología infiltrarse en las arterias finacieras de Europa, a Néstor apenas le encargaba sin demasiada frecuencia el cuidado de algún luchador convaleciente que terminaba engrosando las huestes de eternos exiliados. Las revoluciones, parecían convencidos desde la comandancia, compartían con las guerras de Napoleón las mismas tres necesidades básicas: dinero, dinero y más dinero, convencimiento que compartiría progresivamente Manuel. De esta manera Néstor devino en una especie de consejero y ayudante del empresario-guerrillero. En ello intervenía menos el origen y fidelidad comunes que el deseo de Manuel de darle algún sentido a la lealtad que el médico mostraba por la causa y por su ahora benefactor. Con los años Manuel había ido ascendiendo en el escalafón guerrillero hasta adquirir el estatus vago pero insuperable de leyenda. La comandancia había cambiado con el tiempo de jefes, de formas de lucha, de ideología y hasta de país pero el comandante Miguel, el Gran Proveedor, (poco importaba de qué, armas, dinero, alta tecnología, contactos eficaces) o como preferían llamarle sus beneficiados, El Santa Klaus de la Guerrilla, seguía cumpliendo con puntualidad. Su capacidad para conseguir dinero y convertirlo luego en lo que hiciera falta era insuperable, casi mágica.
El dinero le servía de coartada infalible, disfraz perfecto pero a la vez era su más constante fuente de disgustos. El dinero había mantenido a raya la suspicacia de la CIA o la Interpol, pero también el cariño que habrían podido profesarle las dos familias que había fundado en Europa (la otra, la de allá, hacía tanto tiempo que lo había dado por muerto que tampoco recordaba esa vieja suposición: a veces confundían su recuerdo con el de algún primo emigrado del que tampoco habían vuelto a saber). Era él en apariencia y estilo de vida el arquetipo del capitalista calculador, de ambición inescrupulosa y frívola, sin que en el fondo nada de esto mellara sus más radicales compromisos. Con el tiempo se había acostumbrado al odio público y la admiración anónima de sus compañeros de lucha. Escuchar secretamente discos del catalán Serrat o del cubano Silvio Rodríguez y la lectura de versos de Benedetti eran las únicas indulgencias que se permitía en medio de la aridez de sus transacciones.
A su llegada a Europa y mientras esperaba instrucciones se había casado con otra exiliada que le había dado tres hijos y muy pocos disgustos. Pero atrapado por la vida familiar y acosado por las deudas era muy poco lo que podía hacer por la causa. De ahí que por orientación de la comandancia se dedicara a seducir a la hija díscola de un banquero hasta casarse con ella. En unos meses se había hastiado del entusiasmo de manual de su nueva esposa, de su estentóreo progresismo y de las sucesivas modas con las que ella intentaba distanciarse de las de sus compañeras de clase (social) y de cocteles. Supo muy pronto que su esposa lo engañaba con un cantautor y que por distracción o alevosía había quedado embarazada. La comandancia le había advertido que bajo ninguna circunstancia debía apelar al divorcio y obedeció. Como el cumplimiento de la orden no incluía la aceptación de un hijo que no fuera el suyo ideó un plan de emergencia. Fecundó de inmediato a una prostituta y con la complicidad de Brunetti primero sincronizó los partos y luego suplantó la descendiente del cantautor y su esposa por la hija que engendrara paralelamente. Manuel sólo podía imaginar un placer mayor que ver aquella sonrisa burlona en los labios de su esposa cuando lo veía besar a su hija: saber que algún día la sacaría de su error.
Hacía cinco años que Brunetti, cómplice en su venganza poética había desaparecido sin avisar ni dejar rastro, igual que ahora.………………El segundo descubrimiento que hizo Manuel en la cabaña de Brunetti, en su maleta para ser más exactos, fue real, pero falsa la conclusión. Junto a la foto de Brunetti y la desconocida encontró una de su hija, sólo que en el dorso se afirmaba que se trataba de Ingrid Labella. Atribuyó el cambio de apellido a una boda secreta pero antes de que prosiguiera especulando en un rumbo erróneo hizo el tercer descubrimiento. Se trataba de una revista pornográfica, Erotropics: en su portada anunciaba las espectaculares fotos de Ingrid Labella en las cataratas del lago Victoria. Su crispación sólo le permitió ver la primera de la serie: la de su hija desnuda rodeada de supuestos nativos con atuendos de guerra y las vergas dispuestas en ademán igualmente bélico. No pudo ver más y dejó la revista donde la encontró. Si su curiosidad hubiera podido superar su desazón, en el perfil de Ingrid Labella que cerraba la serie fotográfica hubiera podido averiguar para su consuelo (además de su color favorito –lila- y su película preferida -Viridiana-) que con el dinero que le pagaba la revista pensaba iniciar un proyecto de desarrollo en una perdida aldea en el corazón de África.
Enrique Del Risco, Febrero 2005
Bueno, la tolerancia de la izquierda es muy selectiva, igual que su moral (es un decir).
ResponderEliminarY teniendo en cuenta la incalculable cantidad de daño que España le ha hecho a Cuba, resulta insoportable que un español no tenga la elemental decencia de evitar echar sal en la llaga. Vaya mierda de gente.
ResponderEliminarBueno, me queda claro porque el escritor comunista que lego esto te trato de descalificar Enrisco. Felicidades. Menos por menos da mas.
ResponderEliminarSe la pusiste dura al hermano de Jenaro (con la imagen final estilo Cruel Zelanda) pero se le ablandó enseguida cuando se reconoció como una mezcla de la esposa engañosa-engañada y el falso nativo envergoteado. Demasiado para un sólo rayadillo.
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