El año pasado, en Madrid, el escritor Orestes Hurtado me hizo un par de hermosas presentaciones de mi libro "Siempre nos quedará Madrid" pero no es hasta hace unos días que no me envió el texto revisado. Pero nunca es tarde, como dice el refrán, para sorprenderse con las palabras que han usado un libro tuyo como pretexto. Los dejo con la primera de esas presentaciones.
I.
Sí, me acuerdo. Así entona Marcelo Mastroianni la letanía de recuerdos en sus memorias. “Sí, me acuerdo cuando sonaba Stardust y yo bailaba con...”.
Sí, me acuerdo que Enrique y yo estuvimos en el velorio de Gastón Baquero. Yo lo había visitado en la residencia en que pasó los últimos tiempos. Lo visitaba, conversábamos. Lúcidas, calmas maneras. Recuerdo su entusiasmo por Chibás, que había traducido a Joyce. Un viejo que se iba y que mantuvo su amabilidad, su elegancia de pensamiento. Un viejo exiliado al final de su camino. Enrique y yo estuvimos en el velorio. Dimos un largo paseo hablantín y llegamos al tanatorio. Allí estaban todos.
Varias décadas de huidos, escondidos, plantados, transplantados, viejitos cubanos, seres entre la pérdida y lo inasible de lo que tenemos. Gente talentosa, noble, con vidas enrevesadas, y que a fuerza de destilar el mejor dialecto podían ser siempre los testigos, los que sí que pueden hacer el cuento. Éramos los más jóvenes allí. Los únicos casi acabados de llegar.
Comprobábamos nosotros que era cierto aquel dicharacho que en el aterrizaje alguien nos repitió con voz neutra, esperando el efecto: “los primeros veinte años son los más difíciles, luego la cosa va cogiendo su nivel”. Que aquello era cierto y que el exilio era un largo camino con viento. Long and winding road. Que el tiempo pasaba transparentemente por el rostro del exiliado. Que ellos habían atravesado décadas de lejanía, silencio, olvido, desaparición de todo vestigio en la isla de que alguna vez existieron. Eran los testigos de un proceso del que, como dice mi mamá, el que se salva queda bobo.
Sí, me acuerdo del único texto que publiqué en Tribuna Hispana, la revista en que trabajó Enrique en los años narrados en Siempre nos quedará Madrid. Allí apareció su detective interplanetario Chick Ferrari. Delicioso rincón que me salvaba de toda la escombrera de noticias que lo rodeaba. Un pequeño texto que Enrique casi me arrebató. Extraigo un fragmento que tiene 16 o 17 años de escrito y lo hago para que vean que siempre estuvimos atentos a la amplitud y desolación que vivíamos.
Viajamos por extensas necesidades: por irnos, por no poder seguir aquí, por ir allí, porque nos obligan a irnos, porque allí nos llaman insistentemente, por saber, por no saber. El que se va renuncia a todo lo vertebrado. Nos vamos y arriesgamos tanto. Poco nos aquieta envolver lo tambaleante en palabras. Resignados y nerviosos, breves.
Cuando el viajero llega, cuando cuelga sus más finas prendas para que no se le arruguen, hemos entrado en el exilio. Vocablo que invoca hambre en la buhardilla, pero que colecciona y regala preguntas importantes.
Nadie tan en el exilio como el escritor, ese pervertido a un tiempo tan fácil y tan difícil de aniquilar. El que trabaja con la materia de los desencuentros está en otra parte. Vulgar como todos. Imposible como nadie. No lo elevo. Sólo lo nombro como el obrero del recorrido (por no decir de nuevo viaje) entre nosotros y nosotros mismos.
Irse no es abrir la puerta y cruzar la calle hacia ninguna parte. Exiliarse es quedarse en el rincón más solo. Alguna tarde solucionamos el enigma: estamos solos, creyendo abrir los ojos, reventados, vacíos, igualitos a los demás, pero con una certeza. La memoria de una lejanía que mereció la pena.
“Los dioses en el exilio”, el melodioso recorrido de Heine por cómo fueron sepultadas con el cristianismo las deidades grecorromanas, se llamó en la primera impresión en alemán “Los dioses en la miseria”.
En el exilio un balcón del que salen voces nos atraviesa, nos sienta en un salón que vimos una definitiva vez en la infancia. En el exilio no sólo somos extranjeros, también escépticos, desamparados.
La simbología, siguiendo a la literatura, ha fijado que el extranjero representa el papel del que destrona y ocupa el poder. “Es un símbolo de las posibilidades de cambio imprevisto, del futuro presentizado, de la mutación en suma”.
En el desamparo del exilio, en el escepticismo a que nos somete, tenemos una posible senda. Expuestos a una luz extraña, desmitificadora, desnudos, quizás insinuamos respuestas. El exilio como la más salvífica experiencia estética. La idea de que todo exilio ocurre dentro y protege, desde su desolación, del cuento de la realidad.
Queda claro que atendimos desde el inicio. Queda claro, no gracias a que yo invoque una serie de anécdotas o ideas. Queda claro porque existen libros como Siempre nos quedará Madrid, que narra el exilio madrileño, el primer exilio antes de irse a Nueva York, del escritor Enrique del Risco Arrocha. Habanero del 67. Narrador, ensayista, historiador, polemista, bloguero, profesor en el departamento de español y portugués de la Universidad de Nueva York. Autor de libros como Obras encogidas, Pérdida y recuperación de la inocencia, Leve historia de Cuba, Lágrimas de cocodrilo, El comandante ya tiene quien le escriba, ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? y Elogio de la levedad. En este último traza la historia de los mitos nacionales cubanos y cómo se reescribieron, cómo se comentaron y es libro que en las muchas sendas que abre, desvela no sólo las escrituras hechas sino también las muchas que no hemos sido capaces de articular como nación… aún.
Relecturas y reescrituras son las bases de la historia narrada. La historia como trama, donde también es necesario hacer estallar convenciones y cánones, pero jueguito en que hay que mantener el ritmo. Eso pedía Reinaldo Arenas: “hasta el final, la ecuanimidad y el ritmo”. Enrique posee licencia para narrar, porque tiene bien presentes las reglas de lo que se cuenta al lado de la hoguera. Esas antiguas reglas de la claridad y la cadencia, el detalle iluminador y el fino estilismo del control entre diversos registros del idioma.
Enrique llega a su primer tomo de memorias. Habrá más. Llega en plenitud de facultades como narrador. Después de un espléndido libro de cuentos ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? Llega al reto de escribir sobre lo ocurrido 18 años atrás, en una ciudad, que como ya sabemos, ha desaparecido. Sobre la experiencia de unos exiliados cubanos en el Madrid de mediados de los noventa, entre el tardofelipismo y el inicio del reinado de Mr. Ansar.
Pues sí, Enrique se apresta a narrar con emoción (el sympathos de los griegos) su renacimiento agrio y risueño en esta ciudad. Con bonhomía, con nobleza afilada que permite al otro asombrar con su diferencia. Con los ardides del narrador nos muestra razones, bondades y miserias, el cubano que inventa, el que se reinventa y por supuesto, el cubano que revienta. Al principio hablaba de la atención. De atender a las historias y los sentidos. Erráticas unas, efímeros otros. Que nos rodeaban y rodearon en aquel año 95. Enrique sabe que ese aprendizaje de la atención es la cultura. Lo que da substancia, lo que sostiene los hechos narrados. Parece la novela picaresca del primer expatriado, pero se trata de la memoria de una España, algo aturdida, en su primer encuentro real, masivo, constante con el que llega de lejos. Como si fuera el fascículo final de una serie sobre la transición. Una España que recibía con sospechas a estos escapados del paraíso. ¿Cómo? ¡Algo está mal en vosotros, chavales! Una España cándida, de porteras, pero en la que sonaba un idioma que nos interesó, ese español de Jardiel Poncela o Cansinos-Assens por ejemplo. Enrique sabía leer ahí una ganancia, una estancia del idioma llena de sugerencias. Gracias a Jardiel o a las porteras. Narrando ese Madrid al que, mientras llegan ellos (Cleo y Enrique), se le va arrimando una primera inmigración variopinta, una primera posibilidad de mestizaje. En el narrador confluyen Jardiel, las porteras y hasta Ilf y Petrov. Una sucesión de aventurillas que van superponiendo láminas y esas láminas producen en el lector una sensación: el cambio, el de algunos de ustedes, el impacto quiero decir, fue tremendo. Que el primer exilio no lo notó Enrique un buen día, nos sucedió a todos. Todas nuestras aventurillas de exiliados, emigrantes, desterrados, transterrados, desislados, se parecen.
Casi ninguna puede ser contada con tanta simpatía, con tanta curiosidad, con tan detallista manera la estática milagrosa de lo que somos. Casi ninguna podrá contarse con la melancólica vía que Enrique elige situando un tiempo de bares y cantinas y canutos y cuerpos y música y letras libres. Una edad que parecía, efectivamente, un divino guión. Pero había que estar allí en medio, sonriente como Enrique, para padecer el humano, demasiado humano guión y ahora contarlo en Siempre nos quedará Madrid.
Aquel Madrid, aquel tiempo, aquellos descubrimientos. De artilugios, oficios, cantidades. Las herramientas todas del hombre, pero todas todas. El descubrimiento de expresiones que por primera vez sabíamos a qué aludían. Gracias a situaciones propias, familiares, que nos llegaban como sopladas desde la isla o del lugar al que intentas incrustarte. Esos hallazgos, esas iniciaciones urbanas los escribe Enrique del Risco, el exiliado. Y anota algo más difícil de representar, cómo el idioma se amplía, capta más, se hace más preciso. Es un lenguaje que abarca y convierte en comedia (no del arte) (sino del que parte), tantos avatares, tantas historias descabelladas de nuestra generación acá y acullá. Un lenguaje que no obvia las enfermedades mentales que persisten en ese primer limbo ni se deja arrastrar por la problemática relación del taíno con la verdad narrada, con el cuento, la muela, el chisme y el brete. Gran virtud es la claridad y el ritmo en la prosa de Enrique del Risco. Con esas cercanías podemos seguir con exactitud los detalles de un espacio-tiempo y llevar los ejemplos a que sean hechos y actitudes de la manada, de la tribu, de una generación. Generación, que a mí por fastidiar y evocar a un tiempo, me gusta llamar “la generación prendida”. La de los que se exiliaron a mediados de los noventa, la del escritor que se enfrenta a un Madrid, que como espacio literario es huérfano. Una ciudad a la que ni Cansinos, ni Gómez de la Serna, ni Sawa ni Emilio Carrére, por citar a vuelapluma, le han hecho lo que Joyce a Dublín. Ese remover las coordenadas aún espera por la gran novela moderna que lo haga. Pero esas historias pendientes de narrar suelen envolver al que llega.
Esa es la ciudad que Enrique pasea, graba (siempre supo que la narraría) y con una piedad y un ritmo que para su literatura siempre ha necesitado este escritor. Pero que fueron adquiridas aquí, en Lavapiés o La Latina. Me atrevería a desafiar a los especialistas en su obra en este tema. De la parodia al análisis zumbante del discurso de la Historia (sus reescrituras) o la Levedad (que puede entenderse como un territorio de abandono de la presión, de las imposiciones exteriores: un goce, una libertad y una expansión alveolar. Un tono que nada interrumpe. Ensanchamientos del sentido y de la búsqueda personal del escritor que aquí, en Madrid, se evidenciaron para Enrique del Risco y que son hondura, tristitia temporum, voluntad de vivir manifestándose, partidito de fútbol con unas litronas de porterías, libertad pobre pero propia, Siempre nos quedará Madrid. Autopsia a un tiempo en que la cubanidad quizás fue amor, pero no fue jamón.
Se nota que la pasaste bién mal en esa ciudad.
ResponderEliminarNo, si la pase muy bien. recuerda que venia de Cuba, la Cuba del periodo especial algo que mejora cualquier experiencia. lo unico que la empeoro un poquito fue venir aca y por contraste uno se da cuenta de que las cosas pueden ir aun mejor.
ResponderEliminarGustando y compartiendo en mi muro de Facebook.
ResponderEliminarGracias.
Abrazo.
Me rompiste el corazón con este post. Más nunca he regresado. Yo vivo en un limbo, tirada en un paracaídas en el que nunca toco tierra, al galope en un caballo que no sé a dónde llegará.
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