Palabras de presentación del libro de memorias Siempre nos quedará Madrid que leyera Tersites Domilo el sabado pasado. Quien tiene un amigo tiene un central de los de antes, de los que producían azúcar y no estadísticas:
El 17 de enero de 1871 publicó el New York Times una entrevista con Anita Quesada de Céspedes, la esposa del Padre de la Patria, hecha unos días mientras estaba detenida antes en La Habana. La Sra. Quesada había sido capturada por los españoles al intentar salir clandestinamente de Cuba. En su entrevista, la Sra. Quesada pondera la caballerosidad de los soldados españoles que la habían apresado en las costas de Camagüey. Cuenta que el general Chinchila esperó bajo un aguacero mientras la primera dama de la República en Armas se reponía de los rigores de la manigua en la tienda de campaña del oficial. Incluso, cuenta la Sra. Quesada, los españoles tuvieron la amabilidad de llevar lejos de su tienda a los prisioneros que iban a fusilar, para así ahorrarle escuchar el estertor de muerte de los condenados.
Ese mismo día, por cierto, el Times informaba que Ana de Quesada acababa de llegar a New York en el vapor Ciudad de Mérida. Salía así de la prisión y de la guerra de Cuba para entrar en la guerra sorda que sostendría aquí con la infatigable Emilia Casanova, esposa de Cirilo Villaverde.
Menos suerte tendría el poeta Juan Clemente Zenea, capturado con ella y fusilado siete meses más tarde en el Foso de los Laureles de la Cabaña. Cuenta Enrique Piñeyro que en el momento de enfrentar las balas, Zenea se quitó sus gafas de miope irredento y las depositó en el piso a su lado. Quería que los cristales con los que miraba el mundo llegaran intactos a las manos de la mujer que veinticinco segundos después de ese gesto sería su viuda. No es improbable que Zenea tuviese una opinión diferente de la de Anita de Quesada sobre la bondad de los soldados ibéricos. Y no se trataba simplemente del color del cristal con que los miraba.
La anécdota, en fin, resume varios destinos típicos de los cubanos que sueñan con probar nuevos aires: la cárcel, la muerte, Nueva York, las rencillas entre emigrados…
Enrique Del Risco y su esposa “Cleo”, como Zenea y Anita de Quesada, también cayeron en manos de los españoles tras un intento de salida de Cuba, aunque este resultara más exitoso que el de aquellos patriotas. Siempre nos quedará Madrid es el recuento de su salida azarosa y su vida de exiliados ilegales en la Madrid de mediados de los noventa. Su experiencia —y los recuerdos de su aventura— parecen estar entre esos dos extremos que representarían Zenea y la Sra. Quesada.
Este relato es la crónica de una vivencia que comparten dos millones de cubanos. Y es un intento de explicar(se) los sinsabores y las sorpresas de quien decide largarse del lugar donde ha nacido. El libro —la vida de Enrique y su esposa en Madrid— se va poblando poco a poco de una fauna que parece destinada a ilustrar el retablo de los milagros. La generosidad entusiasta que se transforma luego en recelos y malentendidos, la convivencia con gente con la que nunca se le hubiera a uno ocurrido vivir en su sano juicio o en su país de origen, la esperanza sin brújula pero sin muerte del emigrante, la bondad que sorprende a la vuelta de una esquina como un atracador: esos son los elementos del ajiaco/fabada que Del Risco va cocinando en estas páginas.
Desde esa descripción del Madrid de los años noventa, Del Risco —que es miope como Zenea— describe también a Cuba y describe sobre todo los cristales que le tocaron para mirar al mundo. Cada quien es miope a su estilo, pero el asunto es saber exactamente qué graduación necesitamos. La vida cubana es la graduación del cristal con que el autor mira a Madrid, y ese es uno de los ejes de su relato. Del Risco pesa cada experiencia madrileña —ir al cine, entrar en un bar, celebrar la Navidad o su cumpleaños— a partir de la aridez habanera de su vida anterior.
Es ahí donde el libro alcanza su mayor intensidad. Estas son las memorias de dos jóvenes que llegan a España y pasan quince meses pagando la imprudencia, pero que cada día se sienten dichosos de haber logrado largarse de su país. Como he dicho antes, esa dicha no es un síntoma de desarraigo, sino el resumen de una experiencia vital que pasó de la fe a la desesperación después de visitar el desengaño y llegar al aburrimiento. Del Risco dibuja —como no he visto hacer a nadie hasta ahora— una nueva relación con Cuba que no encaja en los arquetipos usuales. La Cuba que Del Risco asume como suya no es la República, que no conoció, ni es el país del "socialismo real" en el que creció, y que se le fue haciendo cada vez menos real y tolerable. En los puntos de comunicación y distanciamiento que el autor describe o sugiere en su libro se define una nueva relación con un archipiélago del que cada cual elige los islotes que considera más amigables. El destierro para Del Risco y su generación no es el distanciamiento físico de un país, sino el extrañamiento —a veces voluntario— de ciertas zonas de la cubanidad irremediablemente envenenadas por la historia.
Del Risco viene a recordarnos que el dolor del exilio a ratos es proporcional a la hospitalidad de la tierra natal. Cuando el aire patrio se enrarece lo suficiente, exilio puede ser un sinónimo de alivio; porque la distancia permite saborear la cubanidad con la cucharita del té, y ponerla bajo llave cuando se salga del plato. Uno lee un libro que nos revela cosas absolutamente nuevas o que nos hace ver lo conocido con nuevos ojos, porque el autor tiene una mirada mucho más fina que la nuestra. Mirado así, este será un libro excelente para dos tipos de cubanos: los que se han ido del Cuba o el que planifica irse. O para cualquiera que pretenda entenderlos.
Siempre nos quedará Madrid es un libro escrito con una buena dosis de ironía. Y la primera víctima de esa navaja es el propio autor, que nos describe en detalle su casi absoluta incapacidad de sobrevivir en un país normal o de conseguir un trabajo que no consista en hablar o escribir. Pero el desfile de personaje incluye hombres crónicamente infieles, músicos alucinados por el humo de impuros cigarros, mujeres celosas hasta el crimen o el suicidio, matones cobardes, tacaños incondicionales y estafadores devotos.
Sin embargo, hay también en el relato una filigrana más pura: el cultivo de la amistad y la decisión de rescatar ciertas cosas esenciales son las tablas de salvación a las que recurren los protagonistas en un momento de sus vidas en que todo parece ir a la deriva. Los españoles que le tocaron en suerte a Del Risco no le cedieron la tienda de campaña como el caballeroso general Chinchila haría con Anita de Céspedes, pero tampoco lo llevaron a pasear junto a los laureles como al pobre Zenea. Su destino madrileño fue más común, más como el nuestro. Pero su relato tiene la lucidez y el humor que permite al lector repasar su propia experiencia con una mirada más aguda y más amable. Y eso basta para darle a Enrique Del Risco las gracias.
Brillante discurso de presentación.
ResponderEliminartiernamente escrito, sin dudas.
ResponderEliminarY cuando recibiremos las memorias de la vida en NJ?!
Como diría el propio Horacio:
ResponderEliminarCojonis, veritatis quod sermonis erat empingadus!
Se la comió el hombre... ya lo había dicho, Enrisco y Tersites, perfecta combinación. Saludos.
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