Heinz Dieterich ideólogo alemán y teórico del llamado socialismo del siglo XXI declaró al conocer la muerte del opositor cubano Oswaldo Payá que el asesinato politico “no es parte de la estrategia” del gobierno cubano, que eso “sería un suicidio político”. Tal parece que uno de los requisitos esenciales para teorizar sobre el socialismo del siglo XXI es ignorar la historia del XX. Con respecto a la Historia (de la Revolución) cubana el asesinato político ha resultado un método usual y rentable ya sea en la forma de juicios coreografiados (desde los de los años sesentas pasando por los de Ochoa o los que consiguieron llevar al paredón a tres secuestradores de una lancha en cinco días) hasta muertes en “extrañas circunstancias” desde la de Camilo Cienfuegos a la de José Abrahantes y Laura Pollán. Cincuenta y tres años matando aportan no solo experiencia y confianza en la conveniencia del método sino que ha encontrado siempre quien les extienda el beneficio de la duda.
No se trata de descartar de antemano la posibilidad de una muerte accidental del más lúcido y consistente de los opositores cubanos. Pero si se piensa que Oswaldo Payá fue alguien cuya existencia en sus últimos quince años fue vigilada y acosada minuto a minuto con minuciosa saña por las autoridades, que fue amenazado de muerte pública y privadamente, que sufrió un extraño accidente semanas antes, la posibilidad de que haya muerto por simple descuido del conductor es la menos racional y económica. A diferencia de Dieterich hay quienes tenemos memoria suficiente como para recordar que luego del hundimiento del remolcador “Trece de Marzo” –una tragedia que ya nadie se atreve a atribuir a la casualidad o la negligencia- en la versión que difundió la televisión estatal uno de los sobrevivientes aparecía declarando que el remolcador se había hundido por estar en muy malas condiciones en el momento de hacerse al mar. Por eso aunque viéramos a los sobrevivientes del choque que produjo la muerte de Oswaldo Payá y Harold Cepero declarando en la isla que fue un accidente persistiríamos en nuestras dudas. Así de desconfiados nos tiene más de medio siglo de muertes milagrosamente convenientes.
Partiendo de la hipótesis de que fue asesinado quedaría entender qué significa su muerte. Si bien Payá no tenía el mismo ascendiente sobre la disidencia que en los años en que el gobierno se sintió obligado a cambiar la constitución para bloquear iniciativas como el Proyecto Varela se habla y con razón de la posibilidad de que recibiera este año el premio Nobel de la Paz al que tantas veces había estado nominado y la necesidad de impedir que se le otorgara un premio que, como todos saben, no se otorga póstumamente. Me inclino a pensar que de no ser accidental la muerte de Payá responde a un plan y a un estilo. El plan y el estilo del raulismo. A diferencia de su hermano, Raúl Castro prefiere ser discreto incluso en la represión. Como mismo le tientan menos los micrófonos –que tan mal se le dan- prefiere evitar los juicios públicos y ejemplarizantes. Su negocio es la muerte más o menos discreta, más o menos notoria. Discreta en los medios y notoria en los fines que en este caso son descabezar al movimiento disidente en Cuba. Literalmente. Se apresa a los activistas de filas sin prisas pero sin pausas mientras a los dirigentes les reserva una muerte apenas disimulada por las circunstancias.
La relevancia de la víctima y la violencia de su deceso subrayan la desfachatez. Como con el caso del ex espía ruso Aleksandr Litvinenko a quien lo envenenaron con polonio, una sustancia radiactiva al alcance de muy pocos gobiernos, no para ocultar el origen de su asesinato sino para que no quedaran dudas de quién decretó su muerte. Muertes como las de Payá, con el antecedente de la de Laura Pollán, pueden parecer opacas para los que creen ver en la dictadura cubana algún indicio de civilidad. Pero para los disidentes el mensaje es clarísimo: si persisten en su actitud los mataremos a todos y nadie se va a dar por enterado. Esa sería la lectura, insisto, en el caso de que se trate de un asesinato. En caso de accidente, la acumulación de muertes tan oportunas para el régimen nos ofrece el mensaje subliminal que toda tiranía insiste en imponernos: que la Historia, el Destino o Dios –escoja según su gusto- están de su parte y que no hay nada que podamos hacer al respecto. Que la muerte es su más incondicional aliada, la causa y el único sentido de su poder. Y que a sus súbditos no les queda otro remedio que aceptar ese simulacro que ellos le llaman vida.