Sería 1991 cuando en una de esas polvorientas y a ratos sorpresivas bibliotecas municipales cubanas di con un ensayo del escritor alemán Hans Magnus Enzensberger sobre el régimen de Trujillo. Más allá de sus muertos abundantes el alemán se centraba en las rutinas de una tiranía bastante desvergonzada. En cómo en lugar de destruir la economía de mercado Trujillo le imponía su insaciable voluntad. Cómo obligaba al estado a contratar sus propias empresas para servicios públicos –de la misma manera en que Somoza hizo pavimentar las ciudades de Nicaragua con adoquines producidos en sus fábricas particulares- cómo se iba sacando el dinero del bolsillo derecho, el del Estado, para metérselo en el de sus negocios privados. Los trucos que empleaba para ello eran a la vez risibles y eficaces como obligar a los miembros ejército a lavar su ropa en lavanderías de su propiedad o a todos sus ciudadanos a comprar medallones con su efigie que producía otra de sus empresas. Risible si lo comparaba con el castrismo y su desmesurado Estado que no necesitaba de tales artimañas para controlar el país o rellenar sus arcas. En Cuba, en cambio, el Estado era el país y suyo –del Estado, o los Castros, valga la redundancia- era la mayor parte del dinero que se generaba y que graciosamente repartía a su inmodesto entender.
Sin embargo la ratería trujillista ridícula como era me parecía algo menos irracional que el las pretensiones castristas de absoluto y tras el colapso parcial del Estado durante la crisis de los noventas era previsible que ese fuera su próximo estadío evolutivo. Desde entonces le decía a todo el que tuviera paciencia para escucharme que Cuba estaba evolucionando desde el castrismo al trujillismo. La sanción reciente a los cambios que en Cuba durante las dos últimas décadas –junto a la ingerencia cada vez mayor del ejército en los negocios nacionales- legalizan el tránsito cubano del castrismo al trujillismo, fase que en términos económicos hacen la vida diaria del cubano algo menos asfixiante aunque igual de atormentada. Sobra hablar del modelo chino cuando el de Trujillo es uno mucho más cercano y previsible. Una dictadura de derechas con retórica de izquierda más o menos paleolítica, un trujillismo de izquierdas aunque no hay que olvidar que Trujillo tuvo su momento –breve y finalizado abruptamente, es cierto- de coqueteo con los comunistas.
Solo que esta “evolución” cubana al modelo Trujillo supone un corolario sangriento. No se controla un país con este sistema –algo mediatizado para el gusto totalitario- sin la aplicación de dosis crecientes de violencia. No es casual que el período en que convivieron en Cuba el castrismo y cierta economía de mercado entre 1959 y 1968 se corresponda con el de su mayor violencia política con un –calculo- 85% de las más de nueve mil muertes que se atribuyen al medio siglo de reinado de los Castros. Fue en ese período de aprendizaje del totalitarismo en el que se hizo necesario el ejercicio de la violencia más cruda –y también de la más entusiasta- para llevar a la Cuba republicana a aceptar las ventajas de una vida controlada casi totalmente por el Estado.
Aunque hoy la situación es otra el remedio me temo que sea el mismo. Ante el repliegue parcial del Estado en el ámbito económico la violencia más descarnada es el único recurso factible de ese Estado disminuido para evitar que la invasión de territorios que antes dominaba sin rivales se traduzca en búsqueda de poder político. Un Estado más débil y por tanto con menos capacidad para intimidar pero que sigue sin renunciar a su exclusividad política debe ser inevitablemente más violento. No creo que el régimen cubano sea sádico por naturaleza sino represivo por necesidad. Tomando en cuenta que su existencia siempre ha dependido de un control político absoluto debemos reconocer que luego de ese primer momento “pedagógico” ha recurrido a la violencia con bastante discreción, como acto de legítima defensa cada vez que se siente amenazado (aunque la paranoia de sus dirigentes a veces advierta amenazas hasta en los gestos más inocentes).
Pero esos eran ¡ay!, otros tiempos en los que el ademán bastaba para recordar la posibilidad del golpe. Ahora los golpes vuelven a ser literales. Como el de Trujillo en sus mejores tiempos, o como los Corleone en sus horas más bajas, el régimen cubano no tiene otra opción ahora que -como parte de sus necesidades comerciales- ser descarnadamente brutal. Quiero decir que a las recientes oleadas represivas, las muertes en condiciones claras u oscuras de disidentes no debe vérseles como incidentes aislados o pasajeros sino un reacomodo del Estado a su pérdida de influencia social, a sus deseos de seguir haciéndose sentir justo cuando parece más obsoleto y débil. De Raúl Castro apenas depende el tono –sordo, astuto y antipático- de la represión no su existencia o su aumento. Inevitable le resulta recordar la lección que impartió Trujillo durante tres larguísimas décadas. La de que el miedo con sangre entra.
Sin embargo la ratería trujillista ridícula como era me parecía algo menos irracional que el las pretensiones castristas de absoluto y tras el colapso parcial del Estado durante la crisis de los noventas era previsible que ese fuera su próximo estadío evolutivo. Desde entonces le decía a todo el que tuviera paciencia para escucharme que Cuba estaba evolucionando desde el castrismo al trujillismo. La sanción reciente a los cambios que en Cuba durante las dos últimas décadas –junto a la ingerencia cada vez mayor del ejército en los negocios nacionales- legalizan el tránsito cubano del castrismo al trujillismo, fase que en términos económicos hacen la vida diaria del cubano algo menos asfixiante aunque igual de atormentada. Sobra hablar del modelo chino cuando el de Trujillo es uno mucho más cercano y previsible. Una dictadura de derechas con retórica de izquierda más o menos paleolítica, un trujillismo de izquierdas aunque no hay que olvidar que Trujillo tuvo su momento –breve y finalizado abruptamente, es cierto- de coqueteo con los comunistas.
Solo que esta “evolución” cubana al modelo Trujillo supone un corolario sangriento. No se controla un país con este sistema –algo mediatizado para el gusto totalitario- sin la aplicación de dosis crecientes de violencia. No es casual que el período en que convivieron en Cuba el castrismo y cierta economía de mercado entre 1959 y 1968 se corresponda con el de su mayor violencia política con un –calculo- 85% de las más de nueve mil muertes que se atribuyen al medio siglo de reinado de los Castros. Fue en ese período de aprendizaje del totalitarismo en el que se hizo necesario el ejercicio de la violencia más cruda –y también de la más entusiasta- para llevar a la Cuba republicana a aceptar las ventajas de una vida controlada casi totalmente por el Estado.
Aunque hoy la situación es otra el remedio me temo que sea el mismo. Ante el repliegue parcial del Estado en el ámbito económico la violencia más descarnada es el único recurso factible de ese Estado disminuido para evitar que la invasión de territorios que antes dominaba sin rivales se traduzca en búsqueda de poder político. Un Estado más débil y por tanto con menos capacidad para intimidar pero que sigue sin renunciar a su exclusividad política debe ser inevitablemente más violento. No creo que el régimen cubano sea sádico por naturaleza sino represivo por necesidad. Tomando en cuenta que su existencia siempre ha dependido de un control político absoluto debemos reconocer que luego de ese primer momento “pedagógico” ha recurrido a la violencia con bastante discreción, como acto de legítima defensa cada vez que se siente amenazado (aunque la paranoia de sus dirigentes a veces advierta amenazas hasta en los gestos más inocentes).
Pero esos eran ¡ay!, otros tiempos en los que el ademán bastaba para recordar la posibilidad del golpe. Ahora los golpes vuelven a ser literales. Como el de Trujillo en sus mejores tiempos, o como los Corleone en sus horas más bajas, el régimen cubano no tiene otra opción ahora que -como parte de sus necesidades comerciales- ser descarnadamente brutal. Quiero decir que a las recientes oleadas represivas, las muertes en condiciones claras u oscuras de disidentes no debe vérseles como incidentes aislados o pasajeros sino un reacomodo del Estado a su pérdida de influencia social, a sus deseos de seguir haciéndose sentir justo cuando parece más obsoleto y débil. De Raúl Castro apenas depende el tono –sordo, astuto y antipático- de la represión no su existencia o su aumento. Inevitable le resulta recordar la lección que impartió Trujillo durante tres larguísimas décadas. La de que el miedo con sangre entra.
Muy interesante, me da la impresion que el gobierno cubano nunca se detuvo en los particulares de la dictadura de Trujillo, los paralelos eran infinitos. recomiendo la lectura de "La maravillosa vida breve de Óscar Wao" de Junot Dias, saludos
ResponderEliminarMuy interesante, me da la impresion que el gobierno cubano nunca se detuvo en los particulares de la dictadura de Trujillo, los paralelos eran infinitos. recomiendo la lectura de "La maravillosa vida breve de Óscar Wao" de Junot Dias, saludos
ResponderEliminarHe leido un par de libros de Junot Dias incluyendo "La maravillos vida breve de Oscar Wao" y estoy totalmente de acuerdo con el comentario anterior y con el articulo de Enrisco! Muchos paralelos entre las dictaduras del Caribe!
ResponderEliminarEntonces: General-Presidente "Raulillo Chapitas".
ResponderEliminarUna diferencia es que a Trujillo le gustaban las mujeres...
Muy interesante. Muy acertado el paralelísmo. Aunque duela leerlo.
ResponderEliminarEn Irán o Siria hay esquemas similares. Cierta libertad económica lleva a la dictadura a ser brutalísima.
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