Si hay dos cosas de las que el cine cubano no ha podido prescindir en los últimos veinte años son el tema de la emigración y la presencia de Luis Alberto García Jr. A veces puede faltar una de ellas pero la ausencia de las dos resquebrajaria nuestra confianza en el orden del universo. La típica película cubana es entonces aquella en que todo el mundo quiere irse del país menos Luis Alberto García un tarambana de buenos sentimientos que decide quedarse por motivos que nos obligan a creer en lo insondable del alma humana. “Habanastation” ha conseguido el milagro parcial de existir sin que se mencione el tema de la emigración aunque para ello en los primeros cinco minutos se despliegue tanta pacotilla que hace innecesaria la mención de Miami. Y no hace falta porque el Miramar de “Habanastation” es un Coral Gables con matutino, pañoleta y desfile del primero de mayo. No pudieron en cambio prescindir de Luis Alberto García Jr. porque ya hubiera sido un atrevimiento excesivo. El actor que comparte con Dios el atributo de la ubicuidad en este caso cumple las funciones de jazzista famoso que viaja y -sobre todo- regresa para poderle traer al hijo lo último en tecnología del entretenimiento. Es además el encargado de pronunciar la única frase de contenido realmente político de todo el filme. Es mientras desayuna frente al televisor por el que desfilan las primeras imágenes de la celebración del día de los trabajadores cuando dice “Burujón de gente”. No es el inexistente entusiasmo de la frase sino justo el tono de admiración casual y fláccida lo que decide la condición política del bocadillo: allí está la creencia apenas insinuada pero firme de que mientras la plaza se llene de pueblo el jazzista –y el actor que lo encarna y hasta el director de la película- tendrán garantizado un puesto en la trinchera de las divisas y de los viajes a la parte de afuera de la realidad que es donde se decide todo.
Lo más doloroso de la película se concentra en los primeros quince minutos; entre el despliegue de cachivaches tecnológicos, de automatizado fervor oficialista, de personajes de teatro bufo que al parecer han sustituido en La Habana a sus pobladores originales –debe de ser difícil vivir en una ciudad donde todo el mundo se comporta como el arquetipo de algo- y de insufribles chistes y sermones escolares. Sobrepasado esto el protagonista cae por fin en un colorido barrio marginal en pleno centro de La Habana que de asumir el credo oficial -la miseria no existe- debemos suponer que fue filmado en una favela de Rio de Janeiro. Allí comienzan las aventuras de los niños que es lo único que puede importar en una película con la misma complejidad que la receta del huevo frito. Porque el auténtico milagro de esta película cubana (aparte del que significa que dos vejigos en un par de horas de trabajo reúnan lo que gana un empleado estatal en tres semanas –¿viste Raúl? esa es la eficiencia que andabas reclamando-) es conseguir que dos niños actúen frente a una cámara como seres humanos. Y eso a pesar de un guión que se asienta en la siempre original historia de un niño rico experimentando por un rato la vida feliz –y violenta- de los pobres en la que no falta –a pesar del cielo inmaculadamente azul de antes y después- ni el juego bajo un aguacero porque nadie como los niños pobres para disfrutar de un buen chaparrón. En la cara fresca de esos niños se resume el interés de una película que sin duda se convertirá en un clásico local. Porque no nos engañemos: siempre creemos ver en el cine nacional el anuncio de un futuro –cinematográfico- mejor para al cabo de los años comprender que aquel avance era en realidad la película toda.
[P.D.: De quererse forzar una moraleja político social a la película es que cincuenta años de “revolución para los humildes…” etc. sólo ha servido para crear una casta de privilegiados bastante más miserable que la anterior. Sus atributos de opulencia por mucho que impresionen a sus paisanos –carro coreano, aire acondicionado, vino en la cena, celulares y videojuegos, jardinero- son los de la clase media baja de cualquier otro sitio. La diferencia de estos privilegiados con sus colegas internacionales es el esfuerzo que ponen en creer que son parte de ese pueblo que observan desde la ventanilla del carro o en la pantalla del televisor. Es esa creencia lo que les evita buscar en la caridad la paz de espíritu que ejercitan sus equivalentes en otras sociedades, lo que los hace más profundamente egoístas. De la escena final en la que el niño rico decide prestarle su juguete al pobre no vale hacerse ilusiones sociológicas: vidas tan distintas luego de cruzarse no tendrán otro remedio que tomar la distancia que se esmeró en describir hace siglo y pico Cirilo Villaverde. Si ese préstamo es indicio de algo es del descubrimiento por la nueva generación de niños ricos del placer burgués de la caridad.]
(Los links y las instrucciones para ver “Habanastation” en Penúltimos Días)
Coño, Tigre, te la disparaste entera. Yo ya no puedo con el cine guanajatabey.
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