Antonio José Ponte es un escritor virtuoso.
Posee la virtud de la elegancia, la de la precisión, la de no detenerse en decir algo en lo que cree aun si con ello su vida se hiciera menos placentera. Honestidad le dicen a ese atributo.
Pero Ponte tiene otra virtud no menos importante: aunque posiblemente la trascendencia lo desvele como a cualquiera de sus colegas no desprecia las inconveniencias de lidiar con el presente. Al fin y al cabo hay ciertas virtudes que sólo pueden ser sopesadas con justicia entre contemporáneos.
Ese valor, el que le permite enfrentarse al presente con la misma calma y alevosía que a la eternidad lo que le permite escribir libros como Villa Marista en plata en el que trata con un pasado tan inmediato que todavía no ha tenido tiempo de desprenderse del presente. “Arte, política, nuevas tecnologías” reza el subtítulo y ya sabemos que de todas esas palabras al menos “nueva” está destinada a envejecer muy pronto. Tanto como los diferentes asuntos del libro: el destino político del cortometraje “Monte Rouge”, el de la exposición “Las joyas de la corona” de Carlos Garaicoa, la guerrita de los emails (¿hubo alguna vez una guerra de emails?), las tribulaciones policiales de ciertos blogueros cubanos. El tema del libro (que intuyo porque nunca se hace totalmente explícito) es la posibilidad de negociación bajo un estado totalitario. Si se define al totalitarismo como un régimen que no admite negociaciones -incluso cuando ceda a ellas porque cuando lo hace atribuye sus concesiones a su infinita generosidad- este libro sirve tanto para explicar el funcionamiento del totalitarismo cubano en su fase rococó como para señalar cómo el activismo apoyado en la tecnología está creando brechas en esa pretensión totalitaria. Pero Ponte está también consciente de la debilidad de estas insurrecciones tecnológicas que se arriesgan a ser borradas por nuevos intercambios y polémicas. De ahí que asuma la contradicción de buscarle sentido a este nuevo fenómeno -el de la proliferación instantánea de gestos más o menos cívicos a través de internet- apoyándose en esa vieja tecnología que es la imprenta y el libro de papel.
Ese totalitarismo cerrado a toda negociación ha engendrado a su vez una ética antitotalitaria negada a negociar con un régimen totalitario. Esto contradice el principio de civismo zen que afirma que emular la intransigencia del totalitarismo es reproducirlo. El mundo que nos está tratando de presentar Ponte es bastante más complejo. El retrato de un régimen -que todavía retiene un poder casi absoluto sobre la sociedad- que entiende como único negocio posible el soborno de los otros. Porque cuando se tienen recursos infinitos para negociar la propia idea de intercambio es una broma. Y uno de esos recursos interminables con los que negocia un régimen que a su vez aspira a la infinitud es el tiempo.
Posee la virtud de la elegancia, la de la precisión, la de no detenerse en decir algo en lo que cree aun si con ello su vida se hiciera menos placentera. Honestidad le dicen a ese atributo.
Pero Ponte tiene otra virtud no menos importante: aunque posiblemente la trascendencia lo desvele como a cualquiera de sus colegas no desprecia las inconveniencias de lidiar con el presente. Al fin y al cabo hay ciertas virtudes que sólo pueden ser sopesadas con justicia entre contemporáneos.
Ese valor, el que le permite enfrentarse al presente con la misma calma y alevosía que a la eternidad lo que le permite escribir libros como Villa Marista en plata en el que trata con un pasado tan inmediato que todavía no ha tenido tiempo de desprenderse del presente. “Arte, política, nuevas tecnologías” reza el subtítulo y ya sabemos que de todas esas palabras al menos “nueva” está destinada a envejecer muy pronto. Tanto como los diferentes asuntos del libro: el destino político del cortometraje “Monte Rouge”, el de la exposición “Las joyas de la corona” de Carlos Garaicoa, la guerrita de los emails (¿hubo alguna vez una guerra de emails?), las tribulaciones policiales de ciertos blogueros cubanos. El tema del libro (que intuyo porque nunca se hace totalmente explícito) es la posibilidad de negociación bajo un estado totalitario. Si se define al totalitarismo como un régimen que no admite negociaciones -incluso cuando ceda a ellas porque cuando lo hace atribuye sus concesiones a su infinita generosidad- este libro sirve tanto para explicar el funcionamiento del totalitarismo cubano en su fase rococó como para señalar cómo el activismo apoyado en la tecnología está creando brechas en esa pretensión totalitaria. Pero Ponte está también consciente de la debilidad de estas insurrecciones tecnológicas que se arriesgan a ser borradas por nuevos intercambios y polémicas. De ahí que asuma la contradicción de buscarle sentido a este nuevo fenómeno -el de la proliferación instantánea de gestos más o menos cívicos a través de internet- apoyándose en esa vieja tecnología que es la imprenta y el libro de papel.
Ese totalitarismo cerrado a toda negociación ha engendrado a su vez una ética antitotalitaria negada a negociar con un régimen totalitario. Esto contradice el principio de civismo zen que afirma que emular la intransigencia del totalitarismo es reproducirlo. El mundo que nos está tratando de presentar Ponte es bastante más complejo. El retrato de un régimen -que todavía retiene un poder casi absoluto sobre la sociedad- que entiende como único negocio posible el soborno de los otros. Porque cuando se tienen recursos infinitos para negociar la propia idea de intercambio es una broma. Y uno de esos recursos interminables con los que negocia un régimen que a su vez aspira a la infinitud es el tiempo.
Lo que el régimen revolucionario da a los artistas y escritores es tiempo. Un tiempo despreocupado de toda rendición de cuentas, libre de comprobaciones. Les da el tiempo que queda después de haber descoyuntado todas las ecuaciones que lo relacionaban con el dinero. Un tiempo hecho a la medida de los artistas, inefectivo, para ser dilapidado. El tiempo sin bordes dentro del cual se hace la obra. El tiempo que nunca encontrarán en el capitalismo.
Artistas y escritores no llevarían tan lejos sus protestas como para perder este privilegio. En cualquier caso, protestaban por un mal uso de esa misma idea del tiempo. Porque, años antes, los viejos comisarios políticos de la cultura les habían hecho el mismo regalo de tiempo, pero en su variante horrífica. Entonces había condenado a muchos de ellos a castigos sin bordes, sin fecha de liberación prescrita. A eternidades que no rendían cuenta, sin reclamo posible.
Estaba visto que el Estado era capaz de repartir con igual generosidad el tiempo de la creación y el tiempo del castigo.
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