He dejado pasar demasiados aniversarios del derribo de las torres gemelas para pretender ahora decir algo nuevo. La catástrofe me tocó lo suficientemente cerca como para observarla a simple vista y lo bastante lejos como para que no me tocara el polvo de los edificios disueltos al caer. Pero tampoco he podido evitar que ese día se haya quedado prendido a la memoria de una manera más duradera de lo que me ocurrió ayer mismo.
Recuerdo que esa mañana salí a dar clases en Manhattan mucho más temprano de lo que usualmente lo hacía por una razón que –anterior a ese fogonazo de Historia que nos alcanzó a todos hacia las nueve de la mañana de aquel 11 de septiembre del 2001- ahora se me escapa. Que me asomé como siempre a dejar el niño en el apartamento de al lado donde lo cuidaba una familia cubana –villareños y testigos de Jehová por más señas- y ya la noticia de que un avión había impactado contra una de las torres gemelas estaba en la pantalla del televisor. Todavía no era “el primer avión”. Todavía podíamos refugiarnos en la idea de que se trataba de un accidente. Nada que me impidiera llegar a Nueva York y dar mis clases. Y mucho menos parar en seco a una ciudad que nunca ha sabido cómo detenerse. José Martí, cronista distante de una ciudad que negaba su utopía emersoniana de relación armónica con la naturaleza, había consignado su admiración por el modo en que los neoyorkinos enfrentaron una tempestad de nieve de 1888 que habría bastado para paralizar a cualquier otra urbe durante semanas. Por eso, aunque era septiembre y un avión no tiene mucho en común con una tempestad, bajé las escaleras recordando el tono épico en que un antiguo exiliado de los trópicos evocara a Nueva York bajo la nieve.
Salí del edificio y caminé rumbo a la parada. A mitad del recorrido me detuve a tomarme un café en la bodega de siempre. Otra vez en la pantalla del televisor aparecía uno de los dos edificios más altos de la ciudad agonizando, desangrándose en una espesa columna de humo. Pensé que era el mismo de antes pero alguien dijo que era un segundo avión, que se había estrellado contra la torre contigua a la primera. Como al resto de la humanidad no me cupo duda de que era un atentado pero entonces tampoco me pasó por la cabeza que eso impediría que llegase a la ciudad a dar mis clases. No hay nada que detenga a Nueva York. Algo así debí haberme dicho. Y seguí camino a la parada.
Cuando llegué a ella encontré la respuesta a mi confianza absurda de que dos aviones incrustados contra los edificios más altos de Nueva York no eran argumento suficiente para inmovilizarla. Todos los autobuses que pasaban por la avenida que domina el río y la isla de Manhhatan desde Nueva Jersey anunciaban en sus letreros electrónicos que el transporte hacia la ciudad estaba interrumpido. Crucé la calle y me dirigí hacia el mirador donde los del barrio llevamos a los niños a ver los barcos o los fuegos artificiales el 4 de julio. Frente a mí estaban las torres colgando de sendas columnas de humo que parecían más sólidas e inmóviles que los propios edificios. Fue entonces que me di cuenta, en contraste con tanto humo, de lo clara y hermosa que era esa mañana, demasiado soleada y cálida para tratarse de septiembre. Ante aquello no hubo presunción de inocencia. Antes de que la televisión empezara a mostrar las fotos de los sospechosos ya todos los que estábamos en el mirador empezamos a murmurar el nombre de Osaba Bin Laden o en su defecto “el árabe singao ese que ya lo intentó antes”.
No me quedé mucho rato. Justo el tiempo para darme cuenta de que no me interesaba el espectáculo de ver aquellos edificios humeando. Mientras salía del parque me encontré con mi mujer. Por muy poco se había evitado el horror de verse atrapada en el tráfico del Lincoln Túnel en medio del caos subsiguiente al ataque. O el de llegar a una ciudad náufraga, incomunicada con tierra firme más que por unos cuantos lanchones. Fue en ese momento que me di cuenta de la angustia que me había evitado antes de imaginarla. Porque esa mañana todos estábamos un poco zombis, indigestados por ese aluvión de Historia que no alcanzábamos a entender, que demoraríamos días y hasta semanas en asimilar. Ella había visto incluso pasar al segundo avión rumbo a su blanco aunque la otra torre le había impedido ver el impacto.
Fue al regresar a la casa que me enteré de que las torres que había visto un momento antes acababan de caer. Pero entonces no llegaste a ver caer las torres, me dicen mis amigos decepcionados cuando llego a esta parte de la historia. Como si mi presencia aquél día en los alrededores de la tragedia cargase con la culpa de no ser recompensada con la visión de su momento cumbre. Ni yo ni nadie suponía que los edificios se desmoronarían del modo súbito y rotundo en que lo hicieron pero, aún sabiéndolo, no creo que me habría quedado para disfrutar de ese privilegio.
En casa estuve un par de horas hipnotizado frente al televisor viendo nuevas imágenes de los atentados o el relato de los ataques contra el Pentágono y la caída del cuarto avión en Pensilvania. Recuerdo a mi mujer impresionada por la presencia serena del alcalde de entonces en la pantalla. Qué bien me cae. Algo así dijo. Y lo hizo de un modo que excluía toda consideración política. Bastaba estar atento a su tono –el tono orgulloso del que acaba de descubrir algo- para saber que refería a una manera de saber estar, de trasmitir calma cuando el caos y la angustia parecían ocupar todo el espacio reservado a la normalidad. En algún momento llamé a mis padres y a mi hermano en Cuba para decirles que no se preocuparan por lo que dijesen en los noticieros de allá. Que todos estábamos en la casa, sanos y salvos. (Menos de tres años después a mi hermano le tocó despertarme una mañana por teléfono para avisarme que no me preocupara, que la explosión de los trenes en Madrid no lo había tocado). Del resto de aquél día no recuerdo mucho más.
[Sí recuerdo que por la noche estaba tomándome un café en la barra de un restaurant cubano del barrio con un amigo cuando escuché a un camarero dándoles lecciones de historia a los clientes. Era el que se encargaba de poner y quitar los churrascos de la parrilla y balanceaba un cuchillo en la mano como un maestro lo haría como un puntero. De sus palabras se podía concluir que los norteamericanos sólo estaban recogiendo parte del mal que habían sembrado en el mundo. Lo dijo lo suficientemente alto como para que todos lo oyéramos. Casi sin darme cuenta me encontré insultando al hombre del peor modo que sabía. En medio de los insultos atiné a decirle que parecía mentira que dijera eso cuando todavía debía haber gente agonizando entre los escombros. A continuación lo invité a saltar el mostrador con el cuchillo que tenía en la mano para pelear conmigo mientras le describía con minuciosidad el maltrato que iba a sufrir si lo hacía. Así, en el estilo clásico de bravuconería que identifico con lo más profundo de mi herencia cultural y que he usado tan pocas veces antes o después. Por supuesto que el camarero no aceptó mi invitación y volvió mansamente a su trabajo de revolver los churrascos en la parrilla. Con eso me bastaba.]
Tardé tres días en viajar a Manhattan. Encontré a la ciudad sumergida en un sopor silencioso que atribuí en partes iguales a la conmoción y al luto. Nunca he vuelto a ver a la ciudad en ese estado. La ciudad que nunca duerme de las guías de turismo sufría ahora una especie de desvelo catatónico. En la ciudad usualmente entregada a un escandaloso narcisismo nadie se atrevía a romper el nuevo pacto de recogimiento. Pasó una semana para que escuchase los radios de los carros, mucho más audibles que antes del ataque gracias a la calma que la ciudad recién descubría. Faltó un par de meses para que Nueva York recuperara un ritmo más o menos normal. Pero creo recordar que no fue hasta esas navidades que la ciudad consiguió aparentar la despreocupación que antes ostentaba con más o menos inconsciencia. No fue hasta la aparición de los villancicos y los pinos de la rutina navideña que aprendimos a actuar como si nada hubiera pasado, como si Nueva York fuera de nuevo la ciudad a prueba de catástrofes que preferíamos imaginar.
Recuerdo que esa mañana salí a dar clases en Manhattan mucho más temprano de lo que usualmente lo hacía por una razón que –anterior a ese fogonazo de Historia que nos alcanzó a todos hacia las nueve de la mañana de aquel 11 de septiembre del 2001- ahora se me escapa. Que me asomé como siempre a dejar el niño en el apartamento de al lado donde lo cuidaba una familia cubana –villareños y testigos de Jehová por más señas- y ya la noticia de que un avión había impactado contra una de las torres gemelas estaba en la pantalla del televisor. Todavía no era “el primer avión”. Todavía podíamos refugiarnos en la idea de que se trataba de un accidente. Nada que me impidiera llegar a Nueva York y dar mis clases. Y mucho menos parar en seco a una ciudad que nunca ha sabido cómo detenerse. José Martí, cronista distante de una ciudad que negaba su utopía emersoniana de relación armónica con la naturaleza, había consignado su admiración por el modo en que los neoyorkinos enfrentaron una tempestad de nieve de 1888 que habría bastado para paralizar a cualquier otra urbe durante semanas. Por eso, aunque era septiembre y un avión no tiene mucho en común con una tempestad, bajé las escaleras recordando el tono épico en que un antiguo exiliado de los trópicos evocara a Nueva York bajo la nieve.
Salí del edificio y caminé rumbo a la parada. A mitad del recorrido me detuve a tomarme un café en la bodega de siempre. Otra vez en la pantalla del televisor aparecía uno de los dos edificios más altos de la ciudad agonizando, desangrándose en una espesa columna de humo. Pensé que era el mismo de antes pero alguien dijo que era un segundo avión, que se había estrellado contra la torre contigua a la primera. Como al resto de la humanidad no me cupo duda de que era un atentado pero entonces tampoco me pasó por la cabeza que eso impediría que llegase a la ciudad a dar mis clases. No hay nada que detenga a Nueva York. Algo así debí haberme dicho. Y seguí camino a la parada.
Cuando llegué a ella encontré la respuesta a mi confianza absurda de que dos aviones incrustados contra los edificios más altos de Nueva York no eran argumento suficiente para inmovilizarla. Todos los autobuses que pasaban por la avenida que domina el río y la isla de Manhhatan desde Nueva Jersey anunciaban en sus letreros electrónicos que el transporte hacia la ciudad estaba interrumpido. Crucé la calle y me dirigí hacia el mirador donde los del barrio llevamos a los niños a ver los barcos o los fuegos artificiales el 4 de julio. Frente a mí estaban las torres colgando de sendas columnas de humo que parecían más sólidas e inmóviles que los propios edificios. Fue entonces que me di cuenta, en contraste con tanto humo, de lo clara y hermosa que era esa mañana, demasiado soleada y cálida para tratarse de septiembre. Ante aquello no hubo presunción de inocencia. Antes de que la televisión empezara a mostrar las fotos de los sospechosos ya todos los que estábamos en el mirador empezamos a murmurar el nombre de Osaba Bin Laden o en su defecto “el árabe singao ese que ya lo intentó antes”.
No me quedé mucho rato. Justo el tiempo para darme cuenta de que no me interesaba el espectáculo de ver aquellos edificios humeando. Mientras salía del parque me encontré con mi mujer. Por muy poco se había evitado el horror de verse atrapada en el tráfico del Lincoln Túnel en medio del caos subsiguiente al ataque. O el de llegar a una ciudad náufraga, incomunicada con tierra firme más que por unos cuantos lanchones. Fue en ese momento que me di cuenta de la angustia que me había evitado antes de imaginarla. Porque esa mañana todos estábamos un poco zombis, indigestados por ese aluvión de Historia que no alcanzábamos a entender, que demoraríamos días y hasta semanas en asimilar. Ella había visto incluso pasar al segundo avión rumbo a su blanco aunque la otra torre le había impedido ver el impacto.
Fue al regresar a la casa que me enteré de que las torres que había visto un momento antes acababan de caer. Pero entonces no llegaste a ver caer las torres, me dicen mis amigos decepcionados cuando llego a esta parte de la historia. Como si mi presencia aquél día en los alrededores de la tragedia cargase con la culpa de no ser recompensada con la visión de su momento cumbre. Ni yo ni nadie suponía que los edificios se desmoronarían del modo súbito y rotundo en que lo hicieron pero, aún sabiéndolo, no creo que me habría quedado para disfrutar de ese privilegio.
En casa estuve un par de horas hipnotizado frente al televisor viendo nuevas imágenes de los atentados o el relato de los ataques contra el Pentágono y la caída del cuarto avión en Pensilvania. Recuerdo a mi mujer impresionada por la presencia serena del alcalde de entonces en la pantalla. Qué bien me cae. Algo así dijo. Y lo hizo de un modo que excluía toda consideración política. Bastaba estar atento a su tono –el tono orgulloso del que acaba de descubrir algo- para saber que refería a una manera de saber estar, de trasmitir calma cuando el caos y la angustia parecían ocupar todo el espacio reservado a la normalidad. En algún momento llamé a mis padres y a mi hermano en Cuba para decirles que no se preocuparan por lo que dijesen en los noticieros de allá. Que todos estábamos en la casa, sanos y salvos. (Menos de tres años después a mi hermano le tocó despertarme una mañana por teléfono para avisarme que no me preocupara, que la explosión de los trenes en Madrid no lo había tocado). Del resto de aquél día no recuerdo mucho más.
[Sí recuerdo que por la noche estaba tomándome un café en la barra de un restaurant cubano del barrio con un amigo cuando escuché a un camarero dándoles lecciones de historia a los clientes. Era el que se encargaba de poner y quitar los churrascos de la parrilla y balanceaba un cuchillo en la mano como un maestro lo haría como un puntero. De sus palabras se podía concluir que los norteamericanos sólo estaban recogiendo parte del mal que habían sembrado en el mundo. Lo dijo lo suficientemente alto como para que todos lo oyéramos. Casi sin darme cuenta me encontré insultando al hombre del peor modo que sabía. En medio de los insultos atiné a decirle que parecía mentira que dijera eso cuando todavía debía haber gente agonizando entre los escombros. A continuación lo invité a saltar el mostrador con el cuchillo que tenía en la mano para pelear conmigo mientras le describía con minuciosidad el maltrato que iba a sufrir si lo hacía. Así, en el estilo clásico de bravuconería que identifico con lo más profundo de mi herencia cultural y que he usado tan pocas veces antes o después. Por supuesto que el camarero no aceptó mi invitación y volvió mansamente a su trabajo de revolver los churrascos en la parrilla. Con eso me bastaba.]
Tardé tres días en viajar a Manhattan. Encontré a la ciudad sumergida en un sopor silencioso que atribuí en partes iguales a la conmoción y al luto. Nunca he vuelto a ver a la ciudad en ese estado. La ciudad que nunca duerme de las guías de turismo sufría ahora una especie de desvelo catatónico. En la ciudad usualmente entregada a un escandaloso narcisismo nadie se atrevía a romper el nuevo pacto de recogimiento. Pasó una semana para que escuchase los radios de los carros, mucho más audibles que antes del ataque gracias a la calma que la ciudad recién descubría. Faltó un par de meses para que Nueva York recuperara un ritmo más o menos normal. Pero creo recordar que no fue hasta esas navidades que la ciudad consiguió aparentar la despreocupación que antes ostentaba con más o menos inconsciencia. No fue hasta la aparición de los villancicos y los pinos de la rutina navideña que aprendimos a actuar como si nada hubiera pasado, como si Nueva York fuera de nuevo la ciudad a prueba de catástrofes que preferíamos imaginar.
Detalles especificos,tranquilos y profundos la conmocion y el sentimiento. Agradecidos de estar aqui debemos cantar y sufrir con ellos. Bella cronica mi hermano. Gracias
ResponderEliminarMuy bueno tu relato, asere. Conmoción que nos llegó a todos, incluso en aquella porquería de país... justo un año antes de largarme.
ResponderEliminarGracias, Enrique, por compartir tu experiencia. Definitivamente hemos quedado marcados. Un abrazo.
ResponderEliminarNiurki
Hoy lo leo por primera vez.
ResponderEliminarQué triste día en nuestra historia. Yo vivía en Venezuela y recuerdo que quedé ahogada en el silencio, estupefacta.