martes, 5 de agosto de 2008

Un día mortal [primera parte]

Hace exactamente 14 años, el 5 de agosto de 1994 se produjo la mayor protesta popular ocurrida bajo el castrismo. No se me ocurre nada mejor –no soy, después de todo un tipo de muchas ideas- que compartir con ustedes “Un día mortal” un cuento en el que me propuse describir mis impresiones de aquél día, impresiones, como verán, un tanto alejadas del epicentro de la Historia que es donde solemos estar el común de los mortales. Ahora que lo pienso el cuento también se podría llamar “La Historia está en otra parte” pero realmente prefiero el título que elegí. [Lo pondré en dos partes. También lo pueden encontrar en Leve Historia de Cuba]

UN DIA MORTAL

¡Ah, la trascendencia! Siempre me ha seducido la idea, de que aun en circunstancias bien distintas a las que les dieron origen, se entendiesen y disfrutasen mis escritos. A veces voy más lejos. Incluso más allá del fin de la vida inteligente en el planeta. Me preocupa que los probables lectores de todo el universo, en todas aquellas palabras encadenadas Dios sabe con cuánto trabajo, no sepan apreciar el significado profundo que les he querido dar. Imagino que un batallón de arqueólogos intergalácticos luego de remover treinta toneladas de escombros -aunque no creo que usen nada que se parezca a nuestros sistemas de medidas- encuentra un libro que comienza diciendo -y es un ejemplo: "Desde que nací he vivido en una dictadura". Aunque encuentren junto a mi libro un diccionario bilingüe y la otra lengua sea la de los excavadores dudo que entiendan qué quiero decir exactamente con esa frase. Dudo que en un diccionario aparezca esta definición. “Dictadura: Estado de cosas que de desaparecer podría ser la peor noticia para algunos y la mejor para otros”. Habría que añadir que aunque en mi país mucha gente supone la caída de la dictadura como una especie de lotería colectiva (y ahí temo que los extraterrestres no tengan idea de lo que significa “lotería”) nunca se han decidido a comprar billetes todos a la vez.
Es bueno hacer una aclaración. Aunque ésa -la de la lotería- sea la mejor noticia que yo pueda concebir, no es que todo el tiempo piense en ella, como mismo nadie está todo el tiempo pensando en que le va a tocar la lotería real, la de los premios en metálico. En cambio, cuando escribo es difícil que hable de otra cosa, aunque me preocupe legar una imagen demasiado sombría de mi época a los futuros lectores galácticos. Sucede una cosa. En otras partes del planeta cuando un escritor decide ser maldito, habla mal de Dios (o sea, una entidad responsable de todo lo creado) o se sumerge en las más oscuras circunvoluciones del sexo que es la facultad que más acerca y aleja a los hombres de su creador. En cambio, yo debo resignarme a echar pestes de ese engendro estepario que es una dictadura. A veces, sin embargo, me tienta la idea de describir pura y simplemente un día que haya considerado especialmente feliz. No muchos, pero ha habido.
Uno de esos días lo recuerdo con especial frecuencia. Iba a ser el primero de mis vacaciones en ese verano. Cleo y yo habíamos acordado con una pareja de amigos encontrarnos a orillas del mar y por la noche asistir juntos a un concierto. Los baños de mar son una especie de rito veraniego que muchos identifican con la apoteosis de la diversión. No soy de los que piensan así, pero encontrarme con amigos a orillas del mar me resulta tan agradable como para otros meterse dentro.
Pensábamos salir temprano de la casa. Cada cual iría en su bicicleta. Mientras Cleo preparaba el desayuno aproveché para echarle aire a mi bicicleta. Ese día el que cuidaba la bomba y cobraba el aire no era el del sombrero y cara de boliviano sino otro, flaco y con pelos colgándole por toda la cara, que con derroche de ímpetu me sostuvo la bicicleta mientras yo alimentaba los neumáticos. No le di propina.
Cuando regresé a casa, Cleo aún no había preparado el desayuno. Le estuve gritando un rato. Luego me dijo que colgara la ropa que habíamos lavado la noche anterior. Cuando terminé, desayunamos. Me metí en el baño mientras Cleo cuidaba de que no entrara con algún libro. En unos cinco minutos salí. Cleo me recordó que debía llenar un cubo para descargar el inodoro, privado de agua corriente desde la noche de los tiempos. Fui a llenar el cubo al tanque del patio. Era un trayecto de casi veinte metros que incluía tres giros de noventa grados. Antes de entrar al baño, mientras ejecutaba el tercer giro, salpiqué un poco. Luego elevé el cubo hasta la altura del pecho y desde allí dejé caer el agua con la tenue esperanza de que un sólo cubo resultara suficiente para dejar limpia la taza. Toda la mierda se sumergió tras el impacto del agua. Pensé que era un tipo con suerte. Cleo se asomó. Me miró. Quedaban unas virutas de excrementos. Fui a buscar otro cubo.
Quince minutos después ya estábamos con las bicicletas en la calle. El cielo estaba limpísimo. Mientras pedaleábamos empecé a hablar de la película que habíamos visto la noche anterior en la televisión.
-Es patético ver aquellos viejos caerse una y otra vez, pero a pesar de todo lograban conservar cierta gracia - se trataba de la última película de la más conocida pareja cómica de la historia del cine. Cleo estuvo de acuerdo. Pedaleábamos a buen ritmo. A la altura del zoológico decidí hacer la última visita a mi trabajo antes de salir de vacaciones. Se me habían quedado unas cosas allí.
-Mira la hora que es -advierte Cleo.
Después de dar vueltas por unas cuantas callejuelas entramos en el cementerio. Allí trabajaba yo. La negra de INFORMACIÓN se extrañó de verme por allí. Subimos a las oficinas. No había nadie. Enciendo el ordenador y lo preparo para imprimir un par de cuentos. Busco unas hojas en el armario y de paso cojo un par de libros que pienso leer en las vacaciones. Coloqué una hoja en la impresora. Mientras ésta empezaba a aullar pasé a la oficina de la jefa. Allí estaba Cleo, agachada, orinando en una maceta adyacente al escritorio de la jefa. De la maceta nacía un tronco seco que había sostenido alguna vez una enredadera y ahora sólo incomodaba su uso como orinal femenino. Me asusté, comprobé que la puerta estaba cerrada y me reí, por ese orden. Cleo sólo se rió y terminó de orinar. Fui hasta la impresora y cambié de página. Luego repetí la operación seis o siete veces hasta que nos fuimos.
Rumbo a la costa, a la entrada de un puente, vendían pizzas caseras. Estaban más caras que nunca así que compré dos, una para cada pareja. Entonces recordé que mi hermano también iría y compré otra. Cuando llegamos a la costa, el Wichy y Mabel ya estaban allí. Mabel chapoteaba en el agua mientras Wichy cuidaba las cosas. Supongo que Wichy dijo algo simpático a nuestra llegada pero no recuerdo de qué se trataba. Wichy es lo más simpático que conozco. Le pregunté si había visto a mi hermano.
-No. Parece que te conoce bien y quiso llegar después para no aburrirse con nosotros.
Después de eso, todos se fueron al agua, menos yo que voluntariamente me ofrecí a vigilar las bicicletas y la ropa. Antes de ir al agua, Cleo me quiso exprimir un grano junto a la nariz pero como no la dejé me dio un beso y se fue. Al rato llegó Leif, mi hermano. Venía solo, como siempre lo estaba antes de conocer a su novia actual. Solo y con su pelo hasta la mitad de la espalda. Ambos somos trigueños pero su piel es más oscura que la mía. Siempre fue así, pero la diferencia se acentuó después que hizo el servicio militar en la estación de radares de un cayo. Entre el sol y las radiaciones lo dejaron casi negro. Sólo con el tiempo se ha ido aclarando.
Al rato le pedí a mi hermano que se quedara cuidando las cosas mientras iba a comprar vino. Vacié una botella plástica que traíamos con agua y salí en una bicicleta. Estuve un buen rato dando vueltas hasta que descubrí junto a un árbol a tres tipos junto a una paila de aluminio. Uno de ellos llevaba uniforme de camarero. Era un negro al que le faltaba un diente de proa. Arriba. Le pedí que me llenara la botella. Durante todo el tiempo que tardó la botella en llenarse, el camarero y sus acompañantes daban jubilosas muestras de entusiasmo hacia el vino de naranja que me vendían. Al regreso, mientras pedaleaba me di un buche. Estaba agrio. Más agrio incluso que lo acostumbrado en estos casos, pero se dejaba tomar, quise concluir.
Cuando regresé a la costa, mi hermano estaba registrándome la mochila. Le tiré un poco de vino y Leif simuló ponerse furioso pero estuvo muy poco convincente. Nos lanzamos patadas y piñazos durante un rato. Wichy por fin salió del agua. Leif le pasó el vino. Wichy protestó, dijo algo simpático que tampoco recuerdo y yo le dije que no jodiera, que el vino se podía tomar. Estuvimos intercambiando insultos hasta que decidí echarme al agua. Atravesé bastante rápido la distancia que hay entre la repulsión y el placer de tener el cuerpo envuelto en agua de mar fría. Nadé hasta Cleo por debajo del agua y la pellizqué sin sacar la cabeza. Finalmente salí y estuvimos jugueteando un rato más hasta que empezamos a sentir hambre y salimos.
Wichy sacó unos tamales. Cada uno cogió el que a partir de ese momento sería su tamal. Mi hermano, después del primer bocado concluyó:
-Están mortales.
En la jerga de aquellos días se asumía lo mortal como algo tremendamente bueno. Anticipo que esa definición estará en contradicción con lo que opine el diccionario que sostenga el futuro arqueólogo en sus tentáculos. Es curioso que se haya escogido justamente una palabra que designa la incapacidad de vivir eternamente, de trascender, para significar más bien lo contrario. Por supuesto que aquel día no llegué a hacer esa reflexión.
-Están mortalísimos -dije, remachando la incongruencia. Luego saqué las pizzas y permanecimos un rato más en los arrecifes hasta que decidimos ir a casa de mis padres. Cleo le dio su bicicleta a Wichy y montó en mi parrilla. Al llegar, mi madre se asustó. En una dictadura de las de poca comida, la llegada repentina de cinco bocas resulta un evento angustioso por necesidad. Intenté calmarla mostrándole jamón y queso que había traído Wichy y un paquete de espaguetis. Dejé los espaguetis hirviendo y fui a mostrarle a Wichy unos libros de pintura que acababan de regalarme. Wichy es pintor.
Mientras tanto, pido disculpas si los aburro. Está claro que la felicidad es disfrutable únicamente por quienes la viven. Contarla siempre resulta aburrido, incluso si los destinatarios son arqueólogos espaciales. Prosigo. Comimos los espaguetis. Antes le había peleado a Cleo por haber tirado el agua de los espaguetis. Ella estuvo un rato furiosa. En aquellos tiempos yo aprovechaba el agua de los espaguetis para preparar un consomé con el que obtenía un éxito aplastante.

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