lunes, 13 de octubre de 2025

Evgeny Dobrenko: "El comunismo fue un desvío que tomó la Historia"



En el 2016 entrevisté al profesor ucraniano Evgeny Dobrenko, catedrático de la universidad de Sheffield en el Reino Unido y especialista en la literatura del realismo socialista. Buena parte de la larga entrevista apareció en Diario de Cuba. Ahora que el incansable y acucioso Carlos Aguilera arma un dossier sobre el realismosocialista en Cuba vale la pena desempolvar este intercambio. En parte porque, como verá el lector, debatimos bastante sobre la naturaleza del dichoso realismo socialista. Según Dobrenko este fue un proceso histórico acotado entre finales de la década del 20 y mediados de la del 50 en la URSS y, por tanto, irreproducible en cualquier otro contexto. En cambio -con mi habitual falta de tacto- le insistí en el carácter cíclico -"la pulsión genética" dije- que representa el realismo socialista: un momento que forma parte de todos los procesos totalitarios de diferentes épocas y que pasa por la imposición de cierta ortodoxia política y estética a la producción artística, para "educar" a las masas y forzarlas a adoptar un discurso triunfalista y maniqueo.

Y hablando de totalitarismo. Como verán, una buena parte de la entrevista -inédita hasta ahora- se convierte en discusión encarnizada sobre el totalitarismo. Según Dobrenko el totalitarismo es -como estaba de moda decir en esos días- un invento de la propaganda de la Guerra Fría. Yo en cambio sostenía y sostengo que sin ese concepto se hace imposible entender la diferencia radical -ideológica y totalizante- que hay entre los regímenes autoritarios previos y los que encarnaron tanto el comunismo como el fascismo y el nazismo. Y también sirve para explicar -más allá de las diferencias ideológicas- ese aire de familia que uno sorprende en regímenes que enarbolan un antagonismo radical. Sin más preámbulo, que la entrevista es bastante extensa, los dejo con la transcripción de nuestro intercambio. 


Por Enrique Del Risco

No es que la historia la escriban los vencedores sino que es muy raro que la gente se resigne a la derrota. Lo que ocurre con bastante más frecuencia es que los vencedores de ayer y los aplausos que les dedicamos quedan olvidados en la trastienda de cada cual para pasar a aplaudir a los triunfadores más recientes. De ahí lo necesarios que pueden ser ciertos empecinados como Evgeny Dobrenko (Odesa, 1962). Profesor y jefe del Departamento de Estudios Rusos y Eslavos de la universidad de Sheffield se ha especializado en el estudio del realismo socialista, ese héroe invencible del que ahora nadie se quiere acordar. El empeño de Dobrenko lo ha llevado a ser autor, co-autor o editor de una veintena de libros como “The Making of the State Writer” y “The Making of the State Reader”. En un campo dominado por los lugares comunes, los prejuicios (más o menos justificados) o la visión chata y condescendiente Dobrenko tiene una visión original y sofisticada del realismo socialista tal y como se desarrolló en la época estalinismo. Trata de explicar su estética “retrógrada” ya pasada de moda en el momento de surgir como un “postmodernismo menos el modernismo”. Más que como movimiento artístico Dobrenko define al realismo socialista como una institución que creaba al mismo tiempo sus productores y consumidores y en el que el “acto de censura es transformado en parte constituyente del proceso creativo”. Una institución que le ofrecía a cada creador la oportunidad de alcanzar la “armonía” con el proyecto político-social comunista. En el momento en el que la censura se transformaba “en un problema externo a él [al creador] (o lo que es más, en un obstáculo) este por consiguiente dejaba de ser un escritor soviético en el sentido estricto del término”. A continuación los dejo con la conversación que sostuve con Dobrenko días atrás en la que, como se verá, no siempre estuvimos de acuerdo pero que en cualquier caso fue altamente estimulante para el que quiera pensar en estos temas. 

 

Del Risco: Déjeme comenzar con la que es quizás la pregunta más frecuente que le hacen como académico: ¿Por qué dedicarse a estudiar el realismo socialista, un tema en apariencia tan aburrido y soso?

Dobrenko: Todo el que estudia la literatura rusa se dedica a lo que se considera la “gran literatura” Tolstoy, Dostoyevsky y los grandes escritores del siglo XX. Pero el siglo XX no fue un siglo normal de ninguna manera. Incluso el siglo XIX fue más normal. Hasta el siglo XVIII con la Revolución Francesa fue más normal. En cambio el siglo XX fue completamente anormal. Y la anormalidad del siglo XX proviene de un inmenso proceso  de democratización. Lo mismo que el siglo XVIII fue el siglo de la ilustración que llevó a la Revolución Francesa el siglo XX fue un siglo que condujo a la liberalización de enormes masas de población. Y lo que quiero decir con  democratización es que personas ordinarias que en el siglo XIX no tenían acceso a la educación, a la medicina, a la alta cultura o a ningún tipo de cultura ―en esa época el 99% de la gente no tenía nada― y ahora tienen todo. Por supuesto que no todo en todas partes pero la tendencia es innegable. Y cualquier proceso a tal escala trae consecuencias: la cultura se hace más accesible para más personas y por tanto se extiende pero a medida que se extiende más se hace menos densa. Así que en ese proceso la cultura pierde profundidad, muchas veces se hace más primitiva. La diferencia entre la cultura anterior y la nueva es la diferencia entre Tolstoy y…

Del Risco: …Boris Polevoi…


Dobrenko: (ríe) Sí, Polevoi. El asunto es que Tolstoy ahora es leído por millones y millones de personas. Pero, por supuesto, la comprensión, de acuerdo con el nivel cultural de estas personas, es mucho más reducida. Por eso es importante entender esta literatura no desde el punto de vista estético sino desde el funcionamiento en ese mundo. Por eso pienso que la cultura estalinista es un caso muy bueno para entender cómo esto funciona. La manera en que, como resultado de este proceso de ilustración y democratización, grandes masas de estas sociedades patriarcales y tradicionalistas se trasladan a las ciudades, transforman su alta cultura y crean un medio más amplio para la comprensión de esta cultura. Cómo este proceso cambia la cultura. Rusia es un excelente ejemplo de un país campesino que trató de modernizarse en el siglo XX y en este proceso acabó creando un régimen totalitario. Ese es el caso de todos los países patriarcales en Europa, desde Portugal y España a Italia, los países balcánicos, Rusia y Europa del Este…

Del Risco: Pero en ese caso ¿Alemania no es una excepción…?

Dobrenko: Es una excepción pero en el siguiente sentido: Alemania era, entre las grandes naciones europeas, uno de los estados más jóvenes. Allí el totalitarismo no fue tanto el resultado de un proceso social como de un proceso político.

Así que regresando a su pregunta inicial por eso pienso que es importante leer novelas realmente malas: para entender el proceso de modernización en sociedades muy tradicionales y patriarcales.

Del Risco: ¿Cuál fue su experiencia personal como ciudadano soviético y como lector soviético? ¿En qué manera dicha experiencia lo formó a usted como investigador?

Dobrenko: Yo me gradué de la universidad estatal de Odesa, de un departamento de filología con un doctorado en literatura rusa y leí los clásicos de la literatura rusa y también de la literatura soviética y trataba de entender por qué eran tan distintos. Por otra parte cuando la Unión Soviética se derrumbó muchos de mis colegas comenzaron a estudiar la literatura prohibida durante el período soviético pero yo descubrí algo interesante. Una vez entré al llamado “salón especial” que existía en las antiguas bibliotecas soviéticas ―ése donde guardaban los libros prohibidos a los que el público en general no tenía acceso y al que tenías que acceder con un permiso especial. Pues en la biblioteca de la universidad en la que estaba trabajando en aquel tiempo el “salón especial” tenía el tamaño de tres o cuatro habitaciones como ésta, todo lleno de libros. Cuando yo entré allí quedé estupefacto. Porque lo que me encontré no eran solo libros antisoviéticos sino que muchos de los libros eran realmente libros soviéticos escritos en tiempos de Stalin: en tiempos de Jrushov todos esos libros que glorificaban a Stalin habían sido sacados de los estantes públicos. Era extraño ver los libros de Solzhenitsyn junto a aquellos libros de poemas que glorificaban a Stalin, libros que no podías encontrar en ningún otro sitio. Eso fue justo antes de la perestroika. Entonces la perestroika llegó y yo participé en montones de discusiones donde la gente decía cosas como “Tenemos que descubrir la historia real de la literatura soviética porque durante la época soviética la mitad de los libros estuvieron prohibidos, la gente era reprimida”. Y yo decía “Bien, quieren rescatar sólo la buena literatura (Bulgakov, Babel, todos los grandes escritores) pero ¿por qué no rescatar también a todos esos poetas estalinistas?”. “Pero eso es mierda, no es literatura” me decían. Pero yo les respondía: “Si quieren tener una historia de la literatura tal y como ocurrió quizás eso sea una porquería pero también es parte de la literatura”. El 90% de mis colegas decidieron entonces rescatar la gran literatura pero yo decidí rescatar esa mala literatura porque también era parte de la historia real de la literatura.

Del Risco: Hábleme de su experiencia en Occidente como académico. ¿Cuáles han sido los más comunes estereotipos e ideas erróneas que se ha encontrado acerca de la cultura soviética y de la sociedad soviética en general?

Dobrenko: Vine a los Estados Unidos en 1992, justo cuando la Unión Soviética se había derrumbado. Era interesante porque la sovietología era el instrumento que tenían para entender lo que había pasado pero no podía reclamar ninguna victoria sobre la Unión Soviética porque no pudo predecir lo que había pasado. De hecho la sovietología nos decía lo opuesto de lo que ocurrió. Nos decía que el comunismo creaba sociedades monolíticas, lo cual no es cierto. He encontrado muchas concepciones erróneas de cómo la cultura funciona en este tipo de sociedades. Los académicos occidentales tienen una idea demasiado simple de cómo estos sistemas funcionan. Tú tienes por un lado los tipos malos ―Stalin, Hitler, Fidel Castro, Saddam Hussein, los que tú quieras― y por otro una enorme población sufriendo, que es reprimida por ese gobierno canalla. La verdad es justo lo opuesto: tú tienes un problema con una sociedad con millones y millones de personas que no están listos para vivir en una sociedad libre. Tienes políticos que pueden ser todo lo malos que quieras ―Mussolini, Hitler, Stalin, quien sea― que son mero reflejo especular de la cultura política de la población. Por ejemplo, el mayor problema de Rusia hoy no es Putin, como alguna gente piensa. El problema es el 87% de la población rusa que es la que apoya a Putin.


Del Risco: Pero si piensa en sus propias ideas que expone en sus libros The Making of the State Writer y The Making of the State Reader sobre cómo el Estado produce a los productores de cultura y a sus propios lectores también se puede concluir que esa población ha sido producida por el propio Estado. Después de todo si ellos tuvieron que enviar millones de personas al GULAG fue por alguna razón. Como una manera de “educarlas” diría yo.  

Dobrenko: Voy a darle un ejemplo. Un ejemplo soviético. Tienes una sociedad que fue suprimida por siglos. El 90% de la población eran esclavos. La única diferencia con los esclavos en los Estados Unidos era que aquí los esclavos eran étnicamente diferentes. En Rusia el propietario podía matar a los siervos, venderlos, hacerles cualquier cosa que quisiera. De manera que tienes una nación de esclavos por siglos. Tienes una acumulación de odio, de desigualdad social. Entonces tienes un gobierno que no aborda estos temas y cuando lo hace es demasiado tímido, demasiado tarde. En Rusia la servidumbre la servidumbre fue abolida en 1861 y el primer parlamento fue introducido en 1907, tras la primera revolución rusa. Cuando enseño en Inglaterra y discutimos el tema de la democracia en Rusia le digo a mis estudiantes. “Miren: ustedes tuvieron la Magna Carta en 1215. En Rusia tuvimos parlamento en 1907”. ¿Qué se puede esperar de una nación con un 90% de antiguos esclavos? ¿Cuál es su cultura política? ¿Quién será su líder? ¿Vaclav Havel? ¿Barack Obama? ¡Qué va! ¡Stalin! Esa es la figura que encaja en esa cultura política! Ellos tratan de explicar eso como una coincidencia pero no es coincidencia. No podía haber ocurrido de ninguna otra forma. Solo podría haber sido un desastre. Hubiera sido un milagro y los milagros no ocurren usualmente en la historia.

Del Risco: ¿Cuán difícil es traducir la experiencia soviética y comunista a la experiencia occidental? ¿Piensa que es una batalla perdida? ¿Cómo se las arregla para evitar las trampas más comunes a la hora de explicar esa experiencia?

Dobrenko: Soy especialista en realismo socialista y ¿qué dicen acá de eso? Dicen “Oh, el realismo socialista es un invento de Stalin”. No. He tratado de explicar eso en mis libros. ¿Cómo esos campesinos de ayer leían los libros? Ese fue un proceso interesante porque de alguna manera fue un proceso de Ilustración porque los bolcheviques llevaron al país desde el analfabetismo a la alfabetización. Pero ¿qué querían esos campesinos? ¿Cuál era su experiencia de lectura? ¿Qué tipo de literatura querían leer? La gente dice “Stalin destruyó las vanguardias” pero la mayoría de esos antiguos campesinos no querían las vanguardias. ¿Cuál era su ideal estético? ¡El arte pequeño burgués! Eso era lo que querían y eso fue lo que recibieron. De eso es de lo que se trata el realismo socialista.

Vaya al metro de Moscú y vea los “Palacios del Pueblo”. Pero esos “palacios” eran solo una copia de los palacios zaristas. Esos campesinos querían vivir como el zar, como los grandes hacendados. Ese era su ideal. Por eso es que no puedes venderle a esta gente el arte revolucionario. No porque Stalin era estúpido o tenía mal gusto. No. Él era un populista. Sabía lo que el pueblo quería tener. ¡No querían el arte de Kandinsky o de Malevich! ¡Lo que querían era arte realista! ¡Esa es la mentalidad campesina! ¡Eso es todo!

Del Risco: Y ¿qué me dice de la experiencia del realismo socialista en el antiguo Bloque Soviético? ¿Cuán común fue esa experiencia con la experiencia propiamente soviética?

Dobrenko: Después de la Segunda Guerra Mundial Stalin vio Europa del Este como una zona de contención entre la Unión Soviética y Occidente y su idea era controlar y sovietizar esos países. Por supuesto que muchos de esos países estaban mucho más desarrollados que la Unión Soviética en ese momento, eran más liberales. Algunos países estaban menos desarrollados como Albania, Rumania, Bulgaria, la antigua Yugoslavia…


Del Risco: Pero los resultados fueron muy parecidos.

Dobrenko: Muy parecidos en muchos aspectos pero diferentes en otros. El punto es que mientras más culturalmente desarrollados estaban esos países, mientras más profunda era la tradición cultural en un país dado, más difícil era sovietizarlos. Por ejemplo, en Albania después de la guerra no tenían ningún teatro. Así que por supuesto, en esos casos cuando introduces algo es más fácil influir en esa sociedad que luchar contra una tradición establecida.

Del Risco: Pasemos ahora a un tema muy específico de la cultura soviética. Un tema que parece exclusivamente retórico. Y es el caso de que a veces en los estudios sobre la cultura soviética da la impresión de que de alguna manera la cultura rusa quedó intacta: que solo por el hecho de tener un nombre diferente, una narrativa diferente a la de la cultura “nueva”, la cultura rusa “real” permaneció intacta. ¿Fue bueno para los viejos valores rusos que la “nueva” cultura se desarrollara bajo un nuevo nombre? ¿Cuál fue, en su percepción, la relación establecida entre las dos culturas?

Dobrenko: Bueno, en la era Soviética la cultura oficial trató de apropiarse de la antigua cultura rusa. Al menos de las partes de las que podía apropiarse. Porque es muy difícil por ejemplo, apropiarse de Dosyevsky pero era más fácil apropiarse de Tolstoy. La apropiación de la vieja cultura rusa pre-revolucionaria fue una parte importante de la cultura soviética. Pero tuvo un precio. El precio fue la falsificación, a veces la falsificación completa de la cultura pre-revolucionaria.

Civilización atlántica, 1953, André Fougeron, Londres, Tate Modern

Del Risco: Pero ¿en qué lugar sitúa, cómo usted define, a escritores como Platónov, Bulgakov, Ajmátova o Brodsky? Escritores que resistieron la idea del realismo socialista pero al mismo tiempo crearon su obra bajo el régimen soviético.

Dobrenko: Ni Ajmátova ni Brodsky crearon literatura soviética. Ni siquiera lo intentaron. El caso de Platónov es diferente. Él pensó que estaba creando literatura soviética pero de hecho no lo estaba haciendo. Bulgakov nunca creó literatura soviética…. Tienes una cultura oficial que fue creada por el Estado pero luego tienes esta alta cultura que sobrevivió bajo este régimen.

Del Risco: Pero en la experiencia cubana, por ejemplo, no tenemos dos nombres diferentes para una cultura producida en el mismo lugar. Aparentemente solo tenemos “cultura cubana”. Puede tratar de separarlas en una cultura oficial y otra no oficial pero al final ambas son “cubanas”. En Rusia no tienen ese “problema”. Ponen a Ajmátova y a Polevoi en diferentes categorías (literatura soviética o rusa) incluso si estuvieron escribiendo al mismo tiempo en el mismo lugar.

Dobrenko: Bueno, de acuerdo a esa categorización tienes la literatura rusa, que es más amplia e incluyen a Ajmátova y a Polevoi y tienes la literatura soviética que incluye a Polevoi pero no a Ajmátova. ¿Qué pasó cuando la Unión Soviética se derrumbó? Que la mayoría de mis colegas quisieron deshacerse de la literatura soviética como si fuera una completa basura. Mi punto es que si quieres tener una historia de la literatura necesitas incluir todo. De alguna manera tienes que acomodar a Ajmátova con Polevoi.

Del Risco: Sí, pero cuando se va a escribir una historia de la literatura soviética ¿por qué no incluir a Ajmátova o Mandelstam?

Dobrenko: Hay muchos casos diferentes. Le voy a dar uno de mis ejemplos favoritos: Solzhenitsyn. Yo defino su escritura como literatura anti-soviética-soviética. Es absolutamente anti-soviética en términos de su mensaje ideológico pero no en términos de la propia escritura. Por su estilo pertenece absolutamente a la literatura soviética. La idea de la literatura soviética desde los años 1920s es que todos ellos querían ser Tolstoys rojos. Todos querían escribir “La guerra y la paz” soviética.

Del Risco: Como Vasili Grossman… 


Dobrenko: Por supuesto. Grossman es un gran ejemplo de literatura anti-soviética-soviética. En todas sus novelas Grossman trató de escribir La guerra y la paz. Por supuesto: es más rico y más profundo que Polevoi: Grossman era un escritor muy bueno. Pero desde un punto de vista estilístico era una literatura muy soviética. Eso es precisamente lo que trato de decir: que la literatura soviética fue derivada de la literatura rusa del siglo XIX. Todos los escritores soviéticos estudiaron la literatura del siglo XIX y todos querían ser León Tolstoy. Todos querían escribir La guerra y la paz soviética o anti-soviética. Ellos querían hacer algo muy ruso.

Del Risco: ¿Y el caso de Varlam Shalamov?

Dobrenko: El caso de Shalamov es distinto porque Shalamov muestra un tipo de verdad diferente sobre el GULAG y el trauma que esto causó, algo que no es para nada soviético. Porque la literatura soviética es un tipo de literatura muy racionalista y Shalamov con su experiencia tan traumática definitivamente fue mucho más lejos de lo que la literatura soviética les permitía ir a los escritores. Hay otros casos como el de Platónov. Platónov era un creyente sincero, él quería escribir literatura soviética todo el tiempo.

Del Risco: Sí, pero fracasaba… todo el tiempo…

Dobrenko: Sí, por supuesto que fracasaba. Era demasiado bueno para la literatura soviética. Alguna gente lo hacía inconscientemente, alguna conscientemente, como Bulgakov, por ejemplo. Algunos trataban de negociar entre lo que querían hacer y lo que les estaba permitido. Hay una anécdota muy famosa sobre el lingüista formalista Viktor Shklovsky. Una vez le preguntaron en una entrevista con una publicación italiana “¿Cómo fue que usted negoció durante toda su vida con la censura soviética?” y Shklovsky respondió: “Cuando estás en la calle tu dejas que el autobús pase antes que tú, ¿no es así? Y no lo haces por cortesía sino porque no tienes opción”. Hubo casos como el de Yuri Trifonov o el de los “prosistas de aldea” en los setentas. Ellos eran antisoviéticos, eran nacionalistas, nunca aceptaron la colectivización pero al mismo tiempo fueron aceptados por el Estado. De alguna manera encontraron la vía para convertirse en parte del mainstream soviético en los setentas. ¿Por qué? Porque en la práctica el régimen soviético era un régimen nacionalista ruso que se trataba de vender a sí mismo como un régimen internacionalista marxista cuando en él no había nada que fuera internacionalista o marxista.

Andrei Platonov
Del Risco: Regresando al realismo socialista, ¿Cuán diferentes eran los peores autores soviéticos a los peores autores occidentales? O, en otras palabras: ¿Cuán diferente en su opinión es el proceso de satisfacer las necesidades más elementales de entretenimiento o de cultura en ambas sociedades? ¿No piensa que al igual que usted define al realismo socialista como creador de sus propios productores y consumidores de cultura occidente también tiene mecanismos parecidos?  

Dobrenko: Claro. Occidente, como cualquier otra sociedad, crea sus propios escritores y lectores. Cuando vine a la Universidad de Duke a principio de los años noventas me encontré con esta académica, Janice Radway. Ella escribió el libro Reading the Romance. Básicamente lo que ella estaba tratando de entender era por qué ciertas mujeres leían las novelas románticas que puedes comprar en los supermercados. Esos libros horrendos y baratos con héroes apasionados en la portada. Así que leen esa porquería y tienen clubes de fans y van allí y discuten las novelas. Esta académica trataba de entender por qué la gente leía mala literatura. Pero en Occidente tienes diferentes clases y diferentes estratos y para cada uno de ellos tienes una cultura. Así que la gente que lee esas novelas no saben que The New York Review of Books existe. Ni The New York Review of Books siquiera se imagina la existencia de ese tipo de novelas. Es como si existieran en diferentes países. Incluso en diferentes continentes. Es una cultura muy compartimentada.

Pero el caso de la cultura soviética es totalmente distinto. Todas las culturas totalitarias son distintas porque son populistas. Tratan de producir una cultura que les sirva a todos. Y la realidad es que no se puede producir una cultura que le sirva a todo el mundo. Como resultado obtienes una cultura que no le sirve a nadie. Entonces tienes un lector ideal para quien esta cultura funcionaría potencialmente cuando de hecho no funciona para nada. Y tienes una intelligentsia que no lee esta literatura para nada. La toleran pero no la leen.

El problema con la cultura rusa es que después de las reformas de Pedro el Grande Rusia se convirtió en un país europeo pero al mismo tiempo no era un país con libertad: no había parlamento, ni libertad de expresión, ni de asociación. De manera que los debates políticos no tenían manera de ser expresados más que a través de la literatura. Así que en Rusia la literatura se vio abrumada con funciones sociales y políticas.

En Occidente es totalmente distinto: tienes literatura intelectual y tienes esas novelas baratas para algún mujer solitaria en alguna parte de Minnesota, literatura para diferentes tipos de personas. En el caso ruso la literatura es el único sitio en el que te puedes expresar libremente. Por eso es que tienes literatura que es al mismo tiempo política y tribuna nacional y filosofía, y estética y ética, etc, etc.

Del Risco: Viendo esa pretensión totalizante que tenía la cultura soviética ¿en qué medida usted piensa que conceptos como “totalitario” o “totalitarismo” son todavía útiles? No ya sólo en el aspecto represivo sino también en el creativo, como aspiración a una totalidad.

Dobrenko: Bueno, el término totalitario está muy pasado de moda en la actualidad…

Del Risco: ¿Por qué?

Dobrenko: Porque ahora está claro que la esa “totalidad” no era realmente una “totalidad”. Trataba de presentarse a sí misma como una totalidad cuando de hecho no lo era. Trató de alcanzar una totalidad pero nunca pudo alcanzarla. El concepto de “totalitarismo’ fue parte del discurso sovietológico. Toda la sovietología estaba basada en la idea de la existencia de un  régimen totalitario. Pero luego de muchas décadas de influencia de la sovietología vino un proceso de revisionismo. Ellos se acercaron de una manera totalmente distinta a la sociedad soviética y a la cultura soviética. Se dieron cuenta de que había que mirar más allá de los aspectos meramente políticos. Que hay que ver la historia social, no solamente la historia política. Hay que ver la historia no solo desde arriba sino también desde abajo. Y cuando miras una cultura no solo desde arriba sino también desde abajo eres capaz de ver una imagen más complicada y rizomática. Todo el concepto de totalitarismo se desmorona a causa de esto. Y se hace más difícil entender cómo este proceso de sovietización funcionó en diferentes generaciones y períodos de tiempo. Cómo fue el proceso de internalización de su mensaje ideológico, cómo fue recibido por la población en dependencia de su nivel educativo y de su desarrollo social y político. Hay montones de aspectos que juegan un papel en este proceso. De manera que el término “totalitario” se hizo totalmente superfluo. Pero por supuesto, pienso que cuando te acercas al fenómeno en su totalidad desde el punto de vista de la historia política tiene sentido usar ese término.  

Del Risco: Pero cuando hace un momento describía las diferencias entre la cultura soviética y la occidental decía que se diferenciaban precisamente en que la cultura soviética pretendía crear una cultura que se ajustara a toda la sociedad y que había una aspiración a la totalidad inexistente en Occidente. ¿Existe por ejemplo un concepto que trate de definir esta concentración de todos los diferentes niveles de la cultura en uno solo?

Dobrenko: Bueno, nada ha venido a reemplazar al viejo totalitarismo. A veces uso este término en literatura pero solo en un sentido estrecho, cuando hablo en un sentido puramente político. Hay un buen historiador del arte, un exiliado, Igor Golomstock. Vive en Londres y escribió un libro muy famoso, Totalitarian Art, un tomo voluminoso. Es muy interesante. Él habla de este arte totalitario en la Unión Soviética, la Alemania Nazi, la Italia fascista y la República Popular China. Cuatro culturas. Y lo que muestra este libro es que lo que pasó en todos esos países fue lo mismo: tienes a estos cuatro países atacando a las vanguardias y estableciendo un arte realista populista. Tienes el mismo culto a la personalidad, las novelas industriales, el culto por la cultura populista, usted sabe, esas cosas campesinas y folklóricas. Así que cuando lees el libro y repasas las ilustraciones te dices “¡Dios mío! ¡Todo es igual! ¡La cultura totalitaria existe!”. Pero no es lo mismo. ¡No a causa de los idiomas distintos sino porque son culturas absolutamente diferentes! No puedes comparar la cultura italiana con la china solo porque en la era de los regímenes autoritarios ambas producían obras dedicadas a rendir culto a Mussolini o a Mao Tse-tung. Es como decir “todas las guerras son iguales” solo porque en todas las guerras hay peleándose unas contra otras. La verdad es que todas las guerras son diferentes. No puedes explicar nada diciendo que todas las cosas son iguales. La cuestión con el totalitarismo es que te da un nivel de generalización que es prácticamente como decir que todos son iguales. Es un modelo que dice que la China de Mao, la Cuba de Fidel, la España de Franco o la Alemania de Hitler son lo mismo porque son totalitarias.

Del Risco: En mi experiencia, incluso con todas esas culturas e ideologías diferentes puedes encontrar un meta-lenguaje en el cual se puede predecir lo próximo que va a ocurrir solo porque al haber vivido bajo un régimen totalitario terminas dominando ese metalenguaje. Me refiero a ese tipo de familiaridad que encontré cuando era un estudiante leyendo ciertos libros satíricos de Europa del Este y descubriendo el asombroso parecido que había entre los personajes, situaciones, relaciones y mentalidades que aparecían en esos libros y los que encontraba en mi país a pesar de las profundas diferencias culturales.

Dobrenko: Le daré un ejemplo. Hace pocos meses en Inglaterra la BBC pasó una versión televisiva de “La guerra y la paz”, muy exitosa. Mucha gente empezó a leer las novelas de Tolstoy y decían: “¡oh, es igual a las novelas de Jane Austin!”

Del Risco: Si, pero cuando leo las novelas de Europa del Este no estoy comparando estas con otras novelas clásicas sino con mi propia vida. Por otra parte cuando tratas de mostrar las buenas novelas escritas bajo esos regímenes es muy difícil traducirlas a las culturas occidentales, no solo a causa de las dificultades idiomáticas sino a las condiciones absolutamente distintas entre las sociedades. ¿Cómo traducir a Platónov a un punto de vista occidental, por ejemplo? Pero al mismo tiempo yo pude leer a Platónov casi como si fuera un escritor cubano…

Dobrenko: El problema con Platónov a quien considero el más grande prosista ruso del siglo XX es que es absolutamente intraducible.

Del Risco: Pero yo lo he leído siempre en traducciones y lo he disfrutado muchísimo…

Dobrenko: El problema con Platónov es que todo ocurre en el lenguaje: los mayores acontecimientos en las novelas de Platónov ocurren en el lenguaje mismo. Le voy a dar otro ejemplo que es muy único: nadie puede entender en Occidente por qué Pushkin es la figura más importante de la literatura rusa. Uno de los mayores especialistas de Pushkin en los Estados Unidos amigo mío dice: “El problema cuando traduces a Pushkin es que suena como un poeta victoriano de segunda categoría”. ¡Pushkin es tan trivial! Cuando lo lees traducido no puedes entender su grandeza. ¡Es tan convencional! Platónov es una historia diferente porque él es todo lo contrario. Él es muy poco convencional.

Del Risco: Y sin embargo yo siento una familiaridad con Platónov, incluso en traducciones, que no logro sentir con Pushkin y precisamente a eso me refería. Pero, volviendo al tema de la internacionalización del realismo socialista, en su libro The Making of the State Writer usted traza los orígenes del realismo socialista como institución hasta un pasado ruso muy anterior a la Revolución de Octubre. Su narrativa trata de ser histórica, basada en la tradición rusa pero al mismo tiempo sabemos que instituciones similares fueron construidas en naciones con tradiciones muy distintas entre sí. (En mi país, por ejemplo, a pesar de la narrativa histórica y cultural en la que se inserta, la base de la construcción de una cultura socialista son dos frases. Una del Che Guevara que dijo que “la culpabilidad de muchos de nuestros intelectuales y artistas reside en su pecado original; no son auténticamente revolucionarios. Podemos intentar injertar el olmo para que dé peras, pero simultáneamente hay que sembrar perales. Las nuevas generaciones vendrán libres del pecado original”. La otra, más breve es de Fidel Castro que definió los límites de la libertad artística en estos términos: “Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución, nada”. Son menos prescriptivas, más pragmáticas pero a la larga igualmente castrantes). Mi pregunta es: ¿cómo explica la proliferación de modelos similares de producción cultural a pesar de las grandes diferencias entre las tradiciones culturales en que estos modelos fueron insertados?

Dobrenko: Nunca había oído antes esas citas que me refiere pero me recuerdan la fase de la cultura pre-realismo socialista, los tiempos de la cultura revolucionaria. Con Rusia el problema es que a menudo la gente no lo entiende y entiende la cultura soviética como algo que comenzó en 1917 y terminó en 1991 cuando de hecho la cultura revolucionaria, especialmente en los 1920s, se desarrolló después de la Guerra Civil y antes de que Stalin llegara al poder en 1928. La cultura revolucionaria es más cercana a las vanguardias y tiene ideas menos convencionales sobre la cultura. Quizás es debido a que la Revolución Cubana ocurrió mucho después. Su cultura fue formada en los sesentas. Por supuesto que es el mismo tipo de cultura, es la cultura populista de las masas no educadas pero aun así tiene un trasfondo completamente diferente al del realismo socialista ruso. Porque por ejemplo el realismo socialista en Rusia trata de simular o explotar la cultura folclorista y está basada en el cristianismo ortodoxo. Por otra parte la cultura cubana está basada en la tradición católica.

Del Risco: Las citas que le leí necesitan un contexto. En el caso de la de Castro este trataba de responder a los reclamos se los intelectuales cubanos sobre supuestos planes de imponer en la cultura cubana la estética del realismo socialista y la respuesta de Castro es: “No se preocupen por eso. Nuestro único interés es político: el de que ustedes no usen la cultura como un arma de la contrarrevolución”.


Dobrenko: Sí, ese era el programa de la cultura pre-Stalin. ¿Sabe por qué no trataron de imponer el realismo socialista en Cuba en los sesentas? Porque en esa época ya estaba muerto.

Del Risco: Pero luego, en los setentas tuvieron bastante éxito implantando cierto realismo socialista. Parecería que fuese una pulsión genética en esos regímenes.

Dobrenko: El punto es que cuando el realismo socialista colapsa como institución en todos los países de Europa el Este después de 1956 no pienso que tuvieran planes serios de introducir el realismo socialista en ninguna parte. Fue introducido en países como China y Corea del Norte pero en una época diferente. A finales de los cuarentas y a principios de los cincuentas todavía podías hacer eso. No conozco el caso cubano pero después de la muerte de Stalin, después del XX Congreso del PCUS ya nadie trataba de introducir el realismo socialista. Quizás algunos elementos pero como institución totalmente desarrollada…

Del Risco: Le sorprendería lo bien que se desarrolló el realismo socialista como institución en los setentas en Cuba…

Dobrenko: El realismo socialista como una institución integral de promoción de esta literatura desde la escuela a la biblioteca, la producción de libros, a ciertas políticas de publicación es un sistema inmenso.


Del Risco: En ese sentido institucional es muy similar el caso de Cuba aunque a nivel estético fuera bastante menos estricto y formalista que el soviético. Pero seguía la misma estructura: escuelas, bibliotecas, medios de prensa, editoriales con “cierta” política de publicación, talleres literarios, compañías de teatro aficionado, escritores que iban a las fábricas a “empaparse” de la realidad del país, premios literarios nacionales patrocinados por las fuerzas armadas o el ministerio del interior para promover literatura policial y de espionaje. Incluso figuras literarias bien establecidas trataron de acercarse en su obra al canon del realismo socialista. Pero sobre todo en el sentido que usted explica en The Making of the State Writer de que en el realismo socialista el “acto de censura es transformado en parte constituyente del proceso creativo” en el intento de buscar la “armonía” con el proyecto político-social comunista. Pero permítame hacerle una última pregunta: ¿cuál piensa que es la lección más importante que las sociedades actuales pueden aprender de la experiencia comunista?

Dobrenko: Tenemos la percepción de que el comunismo tal y como ocurrió en la Unión Soviética y en muchos países incluida Cuba, por supuesto fue un paso histórico hacia adelante. Como si hubieran avanzado demasiado rápido. Cuando de hecho el comunismo tal y como fue implementado fue una reacción de las sociedades patriarcales y tradicionalistas a los retos de la modernización, al individualismo y a la democratización. Bajo esta luz el comunismo fue un desvío que tomó la Historia. Y si observas el resultado en las sociedades postcomunistas en la actualidad lo que ves es que todos esos países terminaron en una situación en la que todavía tienen que pasar por todas las etapas que ellos pensaban que habían dejado atrás (el capitalismo, la democratización, etc.) para poder desarrollarse. La lección es que no debes basar tus planes y principios en un intento de modernizar sociedades tradicionales de un modo acelerado. Esas sociedades son difíciles de desarrollar. El comunismo es un intento de modernizarse de una vez pero los procesos de modernización no ocurren de esa manera. Básicamente terminaste en la primera casilla del juego y tienes que volver sobre todos esos pasos que intentabas evitar con el desvío comunista. El comunismo es impaciencia histórica y es muy difícil ser paciente. 

jueves, 9 de octubre de 2025

Minúscula historia del anexionismo en Cuba

 


           A Jorge Ignacio Domínguez, a quien mucho le debe este artículo. Pronto sabrán por qué


El anexionismo, (a los Estados Unidos, por supuesto aunque alguna vez se mencionó en relación con México o la Colombia bolivariana) sigue siendo un estigma para la historiografía cubana actual. Señalar a una personalidad como anexionista es sacarla definitivamente del juego patriótico del pasado cubano. O del presente. Se expulsa a Narciso López (de quien Cirilo Villaverde, una vez su secretario personal insistía en que no era anexionista) pero se acepta la bandera diseñada por él, aunque esta fuera, en casi cada uno de sus detalles, empezando por la estrella, una solicitud simbólica de anexión. Y sin embargo José Martí, el gran fustigador de la idea de la anexión en su tiempo, trataba con deferencia y admiración a José Ignacio Rodríguez, el gran defensor de la idea de la anexión a finales del siglo XIX (“Ama a su patria con tanto fervor como el que más, y la sirve según su entender, que en todo es singularmente claro”). Y es que esa línea fronteriza que hoy se traza entre independencia y anexión era en aquellos días mucho más tenue de lo que hoy se pretende.

Un ejemplo señalado sería el del propio novelista Cirilo Villaverde, partidario de las expediciones de Narciso López en 1850 y 1851, polemista de José Antonio Saco a favor de la idea de anexión en esos mismos años y defensor franco de la independencia a partir del estallido de la Demajagua en 1868. ¿Qué hacer con el novelista, aparentemente tan voluble en cuestiones patrióticas? Porque cuando la disyuntiva oscila entre lo sagrado y lo sacrílego no caben las medias tintas ni las sutilezas evolutivas. No obstante, siendo Villaverde el autor de Cecilia Valdés, la novela cubana más importante del siglo XIX, se le perdonan esos pecados de juventud (en sus años de partidario de López se acercaba a los cuarenta) o preferiblemente se olvidan, como a la bandera.

Más complicado, pero no menos ilustrativo es el caso de Carlos Manuel de Céspedes y el resto de los revolucionarios de 1868. Porque apenas iniciado el alzamiento ya se habían solicitado el apoyo del gobierno norteamericano ofreciendo como moneda de cambio la anexión. ¿Era totalmente sincero el ofrecimiento de Céspedes o apenas un amago táctico para atraer la ayuda que tan desesperadamente necesitaba? Quizás se trataba de lo segundo pero igual disculpa podría extenderse a Narciso López, que en su momento emplearon desde Cirilo Villaverde al historiador Herminio Portell Vilá. Pero esas no son preguntas admisibles en el estricto campo de la historiografía oficial cubana. Las opciones son tan elementales como las de un plebiscito: independencia o anexión. Patriota o traidor.

Pero sucede que en el 2009 la Universidad de Camagüey publica el libro Guáimaro Alborada en la historia constitucional cubana, de Andry Matilla Correa y Carlos Manuel Villabella Armengol. Sucede que en Camagüey, donde Joaquín de Agüero y Agüero se alzara el 4 de julio de 1851, o Ignacio Agramonte muriera con una camiseta con el diseño de la bandera estadounidense (Moreno Fraginals dixit), el anexionismo es asunto menos ortodoxo que para los señores del Instituto de Historia en La Habana. Y si hay que hablar de la constitución de la república en armas celebrada en Guáimaro, ciudad todavía dentro de los actuales límites provinciales de Camagüey el tema del anexionismo es inevitable. Porque por mucho que les incomode a los empleados de la Oficina de Asuntos históricos del Consejo de Estado actual el asunto de la anexión está estrechamente entretejido con la primera constitución de la república en armas. Cualquier historia, por oficial que sea, reside en los detalles y el detalle fundamental de aquella asamblea era la necesidad de constituirse en gobierno al que le fuera reconocida la beligerancia por el de Washington. Y ofrecerle algo a cambio. Y ahí está el acuerdo de la Cámara d el 29 de abril de 1869:

 


1o. Comunicar al gobierno y al pueblo de los Estados Unidos que ha recibido una petición suscrita por un gran número de ciudadanos en que se suplica a la Cámara manifieste a la Gran República los vivos deseos que animan a nuestro pueblo de ver colocada esta Isla entre todos los Estados de la Federación Norteamericana.

2o. Hacer presente al gobierno y al pueblo de los Estados Unidos que éste es realmente, en su entender, el voto casi unánime de los cubanos, y que si la guerra actual permitiese que se acudiera al sufragio universal, único medio de que la anexión legítimamente se verificaría, ésta se reali zaría sin demora.

3o. Al gobierno y al pueblo de los Estados Unidos, para que no retarde la realización de las bellas esperanzas que acerca de la suerte de Cuba este anhelo de sus hijos hace concebir. Y en cumplimiento del acuerdo, la Cámara de Representantes de la Isla de Cuba, dirige la presente manifestación al Presidente de la Gran República de los Estados Unidos. Guáimaro, Abril 30 de 1869.

El Presidente.—Salvador Cisneros y B.— Lucas Castillo.—Miguel C. Gutiérrez.—José Mª Izaguirre.—Arcadio J. García.—F. Fornaris y Céspedes.—Tranquilino Valdés.—Miguel Betancourt.—Dr. A. Lorda.—Pedro M. A. Agüero.—Tomás Estrada.— Manuel de J. de Peña.—Pío Rosado.—Francisco Sánchez Betancourt.— Eduardo Machado.—El Secretario. Antonio Zambrana. Sancionó el presente acuerdo.—El Presidente de la República.—C. M. de Céspedes.


Tan importante como el texto del mensaje son las firmas que lo calzan, que incluyen la del todavía sacrosanto Padre de la Patria. Y convencido o no en su momento de la anexión, lo que sí debió tener claro Céspedes era la imposibilidad de derrotar al ejército colonial español sin ayuda externa. ¿Acaso los rebeldes de las Trece Colonias no habían solicitado ayuda de Francia y España en su guerra contra Inglaterra? Y ninguna ayuda le resultaría más afín que la que le pudiera dar la primera república surgida en el continente y la más poderosa de todas. Curiosamente, quien con más claridad se manifestó contra estos ofrecimientos fue Cirilo Villaverde. Aleccionado por la falta de ayuda a los proyectos emancipadores de la década anterior Villaverde -uno de los que había defendido contra José Antonio Saco sobre la necesidad de la anexión a los Estados Unidos- quiso alertar a los revolucionarios del 68. 


En su artículo “La revolución de Cuba vista desde Nueva York” Villaverde les advierte sobre el peligro que entraña confiar en aliado tan voluble y contingente como el gobierno y el pueblo norteamericanos pues estos “siempre ha subordinado nuestros deseos a su conveniencia, sacrificando nuestras más caras y legítimas esperanzas a sus miras egoístas e inhumanas”. Y añade -complementando las ideas de su antiguo antagonista, Saco- que “a la satisfacción de ese deseo [el de “poseer la isla de Cuba”] no tendrá el gobierno americano el menor escrúpulo en todos tiempos [sic] de prescindir de la personalidad y aun de la existencia del pueblo cubano”. El Villaverde de 1869 dice entender los impulsos anexionistas de los generales del ejército independentista pero no los comparte. Al pragmatismo norteamericano deberá anteponérsele un mínimo de realismo criollo:


No se nos esconde que la mayor parte de los caudillos cubanos, en sus horas de melancolía, vuelven los ojos hacia la gran República, esperan refuerzos de todas clases, y hablan de anexión como para mejor congraciarse con ella, e interesar las simpatías del pueblo americano. Eso se comprende fácilmente; lo que no comprendemos es que los cubanos hoy en los Estados Unidos abriguen la esperanza de que halagada la codicia de los americanos por la adquisición de Cuba […] se logrará no solo interesar las simpatías, sino obtener la ayuda del pueblo y cuando menos la aquiescencia del gobierno de Washington.

La apatía oficial del gobierno de Washington hacia los independentistas cubanos durante los meses siguientes a la incauta declaración de Guáimaro fue suficiente para conseguir entender los consejos de Villaverde. Ya en la correspondencia posterior de Céspedes con las autoridades norteamericanas hay claras señales de su aprendizaje. Como en la carta que le envía al entonces presidente Grant el 12 de enero de 1872 en la que apela, más que al sentimentalismo ético del mandatario norteamericano, al cálculo económico de cuánto le estaba costando a su país la guerra en Cuba, sin mencionar el ya inoperante asunto de la anexión:

El gasto en que incurre Estados Unidos debido a la actual situación anormal quizás, a la larga, equivalga al gasto de una guerra. Además, estos desembolsos no aportan ningún beneficio al país y, en cierta medida, comprometen su honor y dignidad.

Usted sabe, señor Presidente, por experiencia, que los cubanos nada pueden esperar de la promesa de España, y que es en vano esperar que ese país se convenza de las ventajas que obtendría al reconocer nuestra independencia. Nuestra lucha, como todas las de su tipo, será larga, pero el acto que la justicia le exige, señor Presidente, es decir, el reconocimiento de nuestra beligerancia e independencia, la acortaría considerablemente.

 


Ya parecía haberse comprendido en el campo insurrecto la inutilidad de apelar al cebo de la anexión para atraer la necesitada ayuda norteamericana. Resignados a que poca o ninguna ayuda recibirían de la potencia del norte el independentismo cubano alcanzó su forma definitiva gracias a las decepciones que sufriera su inicial impulso anexionista. No pienso que ese impulso fuera ni profundo ni convencido sino algo así como “Salgamos primero de España con la ayuda que podamos conseguir y luego ya veremos” sin considerar que el “ya veremos” ha sido la perdición de naciones completas. Lo cierto es que ninguna ayuda efectiva consiguieron los insurrectos durante la guerra de 1868 y al final de esta, diez años después, apenas aparecería alguien que la invocara… a excepción del propio régimen colonial español que se ofrecía como salvaguarda de la isla y sus habitantes frente a los voraces intereses del vecino norteño.

Pocas manifestaciones concretas tuvo la idea de la anexión desde entonces. Cierto que a principios de la última década del siglo XIX algunas voces en el exilio norteamericano se levantaron para defenderla como el escritor, abogado y diplomático José Ignacio Rodríguez, quien en 1900 publicaría su interesantísimo Estudio histórico sobre el origen, desenvolvimiento y manifestaciones prácticas de la idea de la anexión de la isla de Cuba á los Estados Unidos de América. O Juan Bellido de Luna, quien sostuviera una larguísima aunque respetuosa polémica con el periodista independentista Enrique Trujillo.

 

 



Sin embargo, las más de las veces el anexionismo se manifestaba menos como corriente política que como recurso estratégico para conseguir el apoyo a terceras partes tanto al mantenimiento del orden colonial como a su destrucción. Como amenaza o como señuelo. Ese es el caso de la famosa carta de José Martí al mexicano Manuel Mercado quien -no debe olvidarse- más que su “hermano queridísimo” era por entonces Ministro de Gobernación del gobierno de Porfirio Díaz: era el apoyo de este último lo que buscaba Martí azuzando el temor -perfectamente justificado- a la expansión estadounidense por el continente. Advertirle que con el apoyo a los insurrectos cubanos podría contribuir a “impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”. No se entiende del todo la famosa carta inconclusa a Mercado si se ignora que en esos mismos días Martí notificaba al New York Herald que el objetivo de la guerra que entonces los cubanos libraban contra España era “la conquista de la libertad que ha de abrir a los Estados Unidos la Isla que hoy le cierra el interés español”. La aparente contradicción entre ambos documentos la salva el sentido político, táctico y contingente de ambos.

Pero retrocedamos unos años, a 1889. En octubre de ese año se celebró la Conferencia Panamericana en la capital de Estados Unidos a la que asiste Martí. Allí conoció de primera mano los manejos de James G. Blaine, Secretario de Estado del entonces presidente Benjamin Harrison, para avanzar la vieja aunque intermitente ambición norteamericana de anexarse a Cuba. Una comunicación privada de Martí a su seguidor y confidente Gonzalo de Quesada del 29 de octubre retrata su criterio sobre la anexión de Cuba a Estados Unidos con más precisión que la carta de 1895 a Manuel Mercado, donde el interés táctico particular -obtener el apoyo del gobierno de Porfirio Díaz- se disfraza de estrategia continental. En la misiva a Gonzalo de Quesada Martí rechaza y teme la anexión pues para “que la Isla sea norteamericana no necesitamos hacer ningún esfuerzo, porque, si no aprovechamos el poco tiempo que nos queda para impedir que lo sea, por su propia descomposición vendrá a serlo. Eso espera este país, y a eso debemos oponernos nosotros”. Las razones de su rechazo no se limitarían a la pérdida de soberanía política sino de su propio sentido como nación: "Y una vez en Cuba los Estados Unidos ¿quién los saca de ella? Ni ¿por qué ha de quedar Cuba en América, como según este precedente quedaría, a manera, -no del pueblo que es, propio y capaz- sino como una nacionalidad artificial, creada por razones estratégicas? Base más segura quiero para mi pueblo".

 El asunto de la anexión deja de ser mera cuestión política para convertirse en existencial y responderse la pregunta: ¿serían capaces los cubanos ya no de alcanzar la independencia sino de conservarla y hacerla respetar frente a un vecino interesado y poderoso?:

[U]n pueblo en la angustia del nuestro necesita despejar el enigma;-arrancar, de quien pudiera desconocerlos, la promesa de respetar los derechos que supimos adquirir con nuestro empuje,-saber cuál es la posición de este vecino codicioso, que confesamente nos desea, antes de lanzarnos a una guerra que parece inevitable, y pudiera ser inútil, por la determinación callada del vecino de oponerse a ella otra vez, como medio de dejar la isla en estado de traerla más tarde a sus manos, ya que sin un crimen político, a que sólo con la intriga se atrevería, no podría echarse sobre ella cuando viviera ya ordenada y libre.

La respuesta es inequívoca: “El sacrificio oportuno [la guerra de independencia] es preferible a la aniquilación definitiva [la anexión]”. Y añade a continuación: “Es posible la paz de Cuba independiente con los Estados Unidos, y la existencia de Cuba independiente, sin la pérdida, o una transformación que es como la pérdida, de nuestra nacionalidad”. No obstante, reconoce el sentido y el peligro de la opción anexionista “un modo de pensar, que como todo lo que lleva esperanza a los infelices, y libertad cómoda a los débiles, tendrá muchos adeptos, aquí [en Estados Unidos] y en Cuba”.  

Pero tratándose de Martí, nada es sencillo. Ese mismo 29 de octubre en que le escribe la carta a Gonzalo de Quesada firma un poema dedicado “A Néstor Poncede León”, editor y librero exiliado en Nueva York desde 1869 y conocido anexionista con la intención de disipar el rumor de haber atacado a los “anexionistas viles” en su discurso por el alzamiento del 10 de octubre de 1868 que diera ese mismo mes. Si acaso lo de “anexionistas viles” sería una traducción muy elemental del llamado martiano a desechar “como funesta e indigna de hombres, la libertad ficticia y alevosa que pudiera venirnos, por arreglos o ventas, del comerciante extranjero, que con sus manos se conquistó la libertad, y no podría tratar como a iguales, ni como dignos- de ella, a los que no supiesen conquistarla. ¿Cuándo se ha levantado una nación con limosneros de derechos?”. Las veintisiete cuartetas del poema vienen a constituir una solución salomónica al dilema de la anexión: rechazo a la doctrina, aunque no a los que la profesen:

Donde no nos puedan ver
Diré a mi hermano sincero:
«¿Quieres en lecho extranjero
A tu patria, a tu mujer?»

Pero enfrente del tirano
Y del extranjero enfrente.
Al que lo injurie: «¡Detente!»
Le he de gritar: «¡Es mi hermano!»

No obstante, como me señala Jorge Ignacio Domínguez, uno de los más profundos conocedores del exilio cubano de finales del siglo XIX en Nueva York, algo debió ocurrir entre ese octubre de 1889 y la polémica entre Juan Bellido de Luna y Enrique Trujillo para que el anexionismo se convirtiera de peccata minuta de la infancia revolucionaria de muchos de los próceres cubanos en mancha imborrable de la que todos se apresuraban a renegar. Y ese algo bien pudo ser la campaña sorda y discreta de Martí contra el anexionismo que, unida a la más estentórea de Trujillo, transformaron el anexionismo de gesto protoindependentista en francamente antipatriótico. Es en medio de esa polémica que figuras tan señaladas como Tomás Estrada Palma, Fernando Figueredo Socarrás, Cirilo Villaverde, el boricua Ramón Emeterio Betances y Amalia Simoni, viuda de Ignacio Agramonte, se ocuparon de despejar retrospectivamente cualquier sombra de anexionismos pasados en ellos o en sus compañeros de armas pese a lo que atestiguaban documentos oficiales de dos décadas atrás.



Quizás la más llamativa de estas declaraciones fuera la del casi octogenario Cirilo Villaverde al asear la memoria del más notorio defensor del anexionismo en Cuba, Narciso López, al decir: “Yo fui, soy, y nunca seré otra cosa que independentista, y podría jurar que Gaspar Betancourt Cisneros y Narciso López lo fueron también”. Al finalizar la polémica Enrique Trujillo no solo rechaza tajantemente la posibilidad de la anexión de Cuba a los Estados Unidos como solución política porque “sería tan antipatriótica como inconveniente a sus intereses sociales”. También la excomulga de la historia nacional al decir que

Nada hay que pruebe en esta discusión que la tendencia anexionista haya sido en nuestra patria un sentimiento patriótico. Ha sido concebida y torpemente desarrollada por la necesidad. Cuando aquellos del año 1823, porque supusieron que nunca serían fuertes para combatir a España; cuando los proyectos de López, por satisfacer intereses esclavistas: y aún así, el mismo López, por boca del ilustre Lugareño, queda exonerado de esa mancha, pues la mayoría de los anexionistas de antaño levantaron esa bandera como un pretexto.

(Una explicación amable de esta cañona histórica sería que Trujillo no pretendía ser historiador sino apenas era un influencer preparando a las masas para entrar en una nueva guerra. Y esta disculpa podría hacerse extensiva a la historiografía oficial cubana: lejos de interesarle un recuento fiel del pasado se esfuerza por justificar retrospectivamente al régimen presente).   


En 1898, cuando estuvo más cerca que nunca la posibilidad de la anexión tras la intervención de Estados Unidos en Cuba contra España el gobierno norteamericano ya fuera por sentimentalismo, demagogia o cálculo evitó aprovecharla. Pese a la rapacidad de unos cuantos políticos norteños la famosa Resolución Conjunta con la que el congreso de Estados Unidos justificaba su entrada en la guerra reconocía que “pueblo de Cuba es y de derecho debe ser libre e independiente”, resolución aprobada con la abrumadora mayoría de 324 votos a favor y 19 en contra. Que este gesto fuera empañado por el Tratado de París primero -al no darle cabida a una delegación que representara los intereses cubanos- y la Enmienda Platt después -al reservarse Estados Unidos el derecho a intervenir en Cuba cuando lo estimara conveniente hasta su derogación en 1934-, confirmaría las advertencias de Villaverde pero no los deseos de los nunca abundantes anexionistas cubanos.

En la actualidad no hay mayor valedor del anexionismo en Cuba -aparte de los cubanos que, desprovistos de todo, verían con buenos ojos la anexión al imperio Mongol- es el propio gobierno de la isla. Como el régimen colonial español en el siglo XIX busca su justificación última en ser el único obstáculo existente entre las ansias de conquista norteamericanas y la sobrevivencia de la nación cubana. De ahí su insistencia en borrar de la historia nacional tanto a aquellas figuras sobre las que recayera la sombra del anexionismo o expurgar esta de aquellas a las que no puede renunciar. Reinventarse el peligro de la anexión es un recurso extremo para darse alguna verosimilitud y sentido como régimen. Y si acaso, halagar al patrioterismo local que se ufana de ser pretendido por la todavía nación más poderosa del mundo.

Contra la insostenible amenaza de anexión no vale ningún contraejemplo. Como los casos de Filipinas y Puerto Rico, ocupadas al mismo tiempo que Cuba y con mucho menos respetos por su soberanía: ambos proyectos coloniales han constituido de una manera o de otra un fracaso. Si Filipinas alcanzó su independencia en 1946 Puerto Rico ha mantenido, desde ese oxímoron que es el Estado Libre Asociado, una distintiva y heroica autonomía cultural y social mientras la integración económica y política completa le es negada tras cada plebiscito en que se ha votado mayoritariamente por la estadidad (2012, 2017, 2020 y 2024). Si eso ocurre con una isla de algo más de tres millones de habitantes infinitamente más próspera que Cuba ¿en qué mundo cabría que a Estados Unidos le interese asumir de golpe nueve millones viviendo en pobreza extrema a los que habría que añadir de inmediato a las nóminas de la seguridad social norteamericana? No en este mundo ciertamente, donde Estados Unidos sigue siendo tan calculador como en tiempos de Villaverde. Si acaso esa necesidad de sentirse pretendido, de justificar un régimen inexcusable es el único asidero que le queda a lo que fue una vieja corriente histórica y hoy es apenas el recuerdo de un tibio romance que nunca fructificó. Es por eso que, pasados dos siglos de su momento de mayor intensidad valdría la pena hacer un recuento mesurado y preciso de este.