miércoles, 31 de julio de 2024

Comunistas




-¿Y Bill Gates?

-Comunista.

¿Y Zuckerberg?

-Comunistón, ñangaroso, como todos los millonarios. Como Jeff Bezos, como Soros. Todos comunistas.

-¿Bezos, el dueño de Amazon?

-Claro.

-¿El comunismo no era cosa de proletarios…?

-Ahora es cosa de multimillonarios. Como Taylor Switf. Y su novio el futbolista. Reunes unos cuantos millones y de inmediato te vuelves comunista. 

-¿Y Trump?

-No, el único de esos millonarios que no es comunista es Trump que abandonó los intereses de clase y se ha unido a nosotros para combatir el comunismo.

-Entonces los pobres somos los únicos que no son comunistas.

-No, los pobres también son comunistas. Sobre todo los que viven del welfare que es el último grito del comunismo desde que lo inventó Roosevelt, tremendo comunistón como casi todos los presidentes americanos, empezando por Lincoln. Y los universitarios todos: profesores y alumnos. Y los negros, los mexicanos. Comunistas de nacimiento.

-¿El Chapo también?

-Ese es comunista doble: por millonario y por mexicano.

-Bueno, nos quedan las mujeres…

-Todas las mujeres son feministas que es su forma de ser comunistas.

-Los gays…

-Los gays son comunistas. Y las tuercas. Los hípsters y los que les gusta el jazz y el reguetón. Y los que toman café en Starbucks que es un nido de comunistas. Y los que van al gimnasio. No hay invento más comunista que un gimnasio: pagas para sudar. Y los periodistas y los intelectuales: todos esos que escriben sin faltas de ortografía son comunistas porque esa es la forma secreta en que se comunican ellos mientras los demás ni nos enteramos.

-Sí esos que saben diferenciar "hay" de "ahí" y "haber" de "a ver" son indetectables. Peor que si hablaran navajo.

-Por cierto, los indios también son comunistas.

-¿Cuáles indios? ¿Los de aquí o los de allá?

-Todos. Y las estrellas.

-¿También en el espacio?

-No, hablo de las estrellas de Hollywood. Y los extras, que tienen sindicatos para repartirse el dinero que ganan las estrellas.

-Luego están los rusos y los chinos. Esos siempre lo fueron.

-Putin quizás no, pero el resto de los rusos son comunistas. Y los ucranianos, que nos quieren llevar a la ruina con la guerra esa. Y los chinos, los árabes y los judíos, todos comunistas. ¿Tú no sabes lo que es un kibutz?

-Entonces, el comunismo ganó. Cayó el Muro de Berlín pero han terminado infiltrándose por todas partes.

-Yo creo que el muro no se cayó. Lo tumbaron los comunistas para que nos distrajéramos y así terminar derrotándonos. Luego Faucci se puso de acuerdo con los chinos para contagiarnos con el virus comunista ese.

-¿El covid?

-Claro que el covid. Que no existió nunca y a la vez acabó con todos nosotros. Y desde entonces ya no levantamos cabeza. Y están a punto de conquistarlo todo y acabar con nosotros si no nos ponemos duros.

-¿Quiénes somos nosotros?

-¿Quiénes vamos a ser? Trump, tú y yo.

-Pues van a ser Trump y tú porque lo que soy yo me hago comunista ahora mismo.

-¿Cómo va a ser? ¿Cómo te vas a unir a gente tan horrible?

-Es que ellos son muchos y nosotros muy pocos.

-¡Traidor!

- Piénsalo como una retirada estratégica. Me caso con una comunista y la convierto. Luego tenemos un hijo, lo preparamos, lo mandamos a la universidad para que convierta a los muchachos de nuevo al capitalismo. Así, poco a poco…

-¿Y nos vas a dejar solos a Trump y a mí?

-No, háganse pasar por comunistas y los derrotamos desde adentro, como ellos hicieron luego de tumbar el muro de Berlín.

-¿Y qué vamos a decir? “Proletarios de todos los países uníos”?

-Nah, sigan con “Make America Great Again”. Eso suena supercomunista. Y la gorra no la cambien de color. Así roja está perfecta.

-Eso es genial. ¡Ahora sí vamos a construir el capitalismo!

domingo, 28 de julio de 2024

Bill Mlawer (1929-2024)



El viernes 26 de julio de 2024 tuvo lugar el entierro de Bill Mlawer, mi primer empleador en Estados Unidos y, desde entonces, amigo para toda la vida. Durante décadas fue dueño de la librería Lectorum, la más importante en español en Nueva York hasta su cierre en 2008. Bill era hijo de judíos rusos que habían escapado de los progromos, de la Primera Guerra Mundial o de la revolución. A los judíos nunca le han escaseado los motivos para huir a otra parte. Sin saber de la existencia del otro sus futuros padres escaparon de puntos distintos del imperio ruso para confluir en La Habana donde se conocieron y con algo de suerte hicieron fortuna y familia, aunque sin exagerar. Bill me contaba cómo el mismo día de su desembarco en La Habana el padre se encontró con un paisano, de los muchos que plantaron tienda, literalmente, en la calle Muralla, que se puede traducir también de manera literal como Wall Street y ayudó a introducirlo en el entonces dinámico mundo de los judíos aplatanados a los que los locales designaban con el mote caprichoso de polacos.

Bill nació el 17 de febrero en 1929, meses antes de aquel famoso lunes negro de la otra calle Muralla, la Wall Street literal, que puso al mundo a hacer colas para buscar sopa en calderas comunales. De las repercusiones cubanas de la crisis mundial y los años finales del machadato, Bill no recordaba nada, por supuesto. Recordaba su infancia como la de un niño cubano cualquiera a pesar de que a juzgar por las fotos su protectora madre le encasquetaba a él y a su hermano Boris sendos suéteres en pleno verano. Madre protectora y padre férreo, combinación que, de tan habitual, da pena mencionar. El caso es que Bill iba a la escuela y jugaba como los otros cubanitos de su tiempo, aunque entre sus compañeros de pelota callejera estaba la futura estrella de las grandes ligas, Camilo Pascual, que era su motivo de orgullo. Eso, y que una vez en el estadio, muchos años después, el jugador lo reconoció en las gradas y lo fue a saludar. El tipo de recuerdos que un hombre trae a las conversaciones mientras conserve la memoria.

Viajó a Estados Unidos a los veinte años donde se estableció el resto de su vida. Allí estuvo en el ejército como correspondía a cualquier hombre en aquellos años y estuvo destacado en Alemania, el mismo país que tanto dolor causó a sus correligionarios. Nunca me habló de ello, pero al encontrar después de muerto unas fotos vestido de soldado junto a unas señalizaciones en alemán supuse que era un tema que su memoria evitaba como mismo evitó, entre los muchos viajes que dio por el mundo, ir a Rusia.

Estudió, trabajó, se casó, tuvo tres hijos, se divorció. En 1971 se alió a un amigo para comprar una librería en español. El amigo puso el dinero y Bill el conocimiento y el trabajo para mantener a flote una librería en una ciudad con un cuarto de hispanohablantes que no eran necesariamente grandes lectores. Ya en la madurez, conoció a Teresa, una cubana exiliada desde joven, editora y traductora, con quien se casó, y quien llegó a ser parte esencial de Lectorum y de la vida de Bill. Juntos convirtieron a Lectorum en librería de referencia en la ciudad y en sello editorial especializado en textos infantiles originales o traducidos principalmente por Teresa. Vivieron juntos el resto de su vida, una vida plena y generosa.

Teresa, bastante más joven que Bill se le adelantó en la muerte, hace cuatro años. Predeciblemente, Bill quedó desolado, desnortado, sin saber qué hacer con su vida y con su tiempo. Yo le insistía que escribiera un libro con sus memorias, pero mi insistencia equivalía a la suya en que yo escribiera un bestseller, como si el acto de escribir me capacitara automáticamente para producir uno. En la escritura, Bill y yo teníamos una diferencia irreconciliable. Bill nunca le vio sentido a escribir un libro que no se vendiera bien mientras que yo le insistía en la necesidad de darle sentido a la existencia, la suya incluida, por escrito. Ya los lectores se encargarán de decir si mis libros o los recuerdos de un viejo judío-cubano valían el esfuerzo de escribirlos.

En Cuba Bill solo vivió las primeras dos décadas de sus noventa y cinco años de existencia pero, teniendo las opciones del judaísmo milenario de sus padres o la nacionalidad del país que le había concedido oportunidades y un pasaporte, el hombre que conocí se sentía cubano por sobre todas las cosas. No una cubanidad estentórea pero sí diáfana y elegante, como el cuadro de Humberto Calzada que presidía la sala de su casa. Como la generosidad que ejercía alguien que por otra parte nunca tuvo fama de botarate. (Su saldo vital es tan limpio como sus libros de cuentas: no conozco a alguien que lo tratase que no tuviese algo que agradecerle, como no conozco a nadie que le reprochara algo más que ser demasiado directo). Aquellos primeros veinte años de vida habanera habrán pesado mucho en sus recuerdos, o la costumbre del español o la complicidad con Teresa. Quizás insistiera en ser cubano por mera compasión. Por sentirse parte de un pueblo que, como el de sus padres, trata de recomponerse en medio de su naufragio como nación. Fue de él la iniciativa de vender unos viejos billetes cubanos que le había entregado otro exiliado para ayudar a los nuevos compatriotas que siguen llegando por la frontera, por la misma causa que había expulsado a su esposa y a tantos otros.

El caso es que Bill era un viejo cubano de los de antes, con sus canas peinadas con esmero y el cinturón de sus pantalones ajustados a una altura imposible. Cubano en la fruición incansable con la que asaltaba los frijoles, la ropa vieja y los tamales que le traíamos desde el barrio o el dolor mezclado con un hálito de esperanza con el que me preguntaba por el futuro de Cuba. El viernes, mientras lo despedían con frases en hebreo, todavía Bill impuso su deseo póstumo de que su yerno le tocara un viejo bolero. El bolero, “La historia de un amor”, es obra de un panameño, pero no hay nada más cubano (o de cualquier nacionalismo en general) que esas imprecisiones geográficas. Porque cuando se trata de ligar los sentimientos con un sitio conocido o una tribu de miembros solo conocidos en una mínima parte, vale cualquier subterfugio. Basta que te recuerde un momento y unos seres muy concretos. Un bolero como cualquier otro que remita a ciertas cadencias, ciertas complicidades. Cadencias y complicidades similares a las que disfrutaron mis padres y abuelos al bailar o cantar “La historia de un amor”. Una manera de decirnos -como el kadish que luego entonaron en la lengua del Antiguo Testamento- que no estamos solos del todo. Ni en la vida ni en la muerte.

martes, 23 de julio de 2024

La universidad ¿un espacio seguro?*


 Albert Einstein, cuyas teorías cambiaron nuestra concepción del universo, tenía más reservas ante los poderes de la teoría de las que pudiera pensarse. De él es la afirmación de que “en teoría, la teoría y la práctica son lo mismo, pero en la práctica no lo son”. Esto es válido especialmente en las universidades, un espacio donde se intenta acortar las distancias entre las ideas y la realidad mientras la segunda se mantiene elusiva ante los intentos de la primera por aproximársele. Esto vale no solo para las teorías que continuamente propugnan las diferentes disciplinas que se estudian allí sino también para las ideas sobre las que se asienta la organización de los centros de educación superior en estos tiempos.

Tomemos por ejemplo el concepto de “safe space” o espacio seguro. Hace tiempo las universidades se proclaman orgullosas como espacio seguro para los estudiantes, entendiendo el concepto de “safe space”, de acuerdo a la definición del diccionario Oxford, como “un lugar o ambiente en el cual una persona o una categoría de personas pueden sentirse confiadas de que ellos no serán expuestos a discriminación, crítica, acoso o cualquier otro tipo de daño físico o emocional”. Incluso a temperatura y presión normales este concepto, por deseable y noble que parezca, ha encontrado grandes dificultades a la hora de ser aplicado sin que a su vez amenace la posibilidad de expresarse libremente en el ambiente académico. Sobre todo, en tiempos en que las mismas nociones de discriminación y acoso se han expandido de tal manera que se ha hecho demasiado fácil ofender a cualquiera sin siquiera pretenderlo. Quien lea mis artículos para esta columna puede pensar que su autor vive aterrorizado ante la posibilidad de que sus estudiantes lo acusen por algún delito de lesa incorrección. Todo lo contrario: ya sea porque he logrado crear un ambiente de confianza en mis clases o porque he tenido la suerte de tener estudiantes especialmente comprensivos, mis clases transcurren en un ambiente relajado donde no se excluye la polémica. Y hasta ahora ninguno se ha sentido ofendido. Todo lo contrario: en las evaluaciones que se realizan al final del curso las cuestiones referidas a la inclusividad o a mi capacidad para hacer sentir a todos parte de la clase reciben las notas más altas. Pero al mismo tiempo soy consciente de que esa no es la regla en la universidad actual. Conozco demasiados casos de colegas y estudiantes, atrapados en las férreas tenazas de la corrección política como para ignorarlo. Equivaldría -y me excusan lo extremo del símil- a negar en una dictadura la existencia de abusos simplemente porque estos no hayan afectado a tu familia.     

El tema del “safe space” se ha vuelto especialmente relevante en las universidades en los últimos meses a propósito de las manifestaciones estudiantiles contra la invasión de Gaza por parte de Israel. Habiendo vivido mis años de estudiante bajo un estado totalitario valoro como el que más la necesidad de los ciudadanos de expresar públicamente sus puntos de vista y protestar contra todo aquello que consideren injusto. Especialmente los estudiantes, seres que atraviesan un momento de sus vidas en que la conciencia y la sensibilidad ante los problemas del mundo se aguzan como nunca, antes de que, más tarde en la vida, los compromisos y el natural egoísmo los sumerjan en un estado de abulia permanente. Más, como en este caso, cuando se trata de la muerte de seres inocentes atrapados entre dos lógicas políticas antagónicas e implacables.

Como he dicho antes en esta misma columna, las manifestaciones motivadas por el conflicto en Gaza han revelado la endeblez de todo el aparato teórico sobre el que se sostiene la universidad actual y la enorme distancia que existe entre su teoría y su práctica. Entre todas las concepciones teóricas que imperan en la universidad en estos tiempos ninguna se ha mostrado más inoperante que la del “espacio seguro”. Se ha pasado sin transición de considerar la mención de una palabra sin destinatario concreto ni abstracto como una señal de acoso a que amenazas de muerte hacia destinatarios concretos sean vistas como modos legítimos de expresar indignación. De pretender proteger a los estudiantes de ofensas imaginarias a ser incapaces de protegerlos de insultos y humillaciones. De consentir los más mínimos caprichos de los estudiantes más hipersensibles a llamar a la policía antidisturbios ante el mínimo amago de protesta organizada (en mi universidad al menos fue así), a amenazarlos con la expulsión o a forzarlos a dejar por escrito su arrepentimiento por haber participado en las protestas, como en los mejores momentos del camarada Stalin.

Frente a este panorama me parece particularmente alarmante la insistencia de administrativos y profesores de que las universidades sean un “espacio seguro”. ¿Seguro para qué? ¿Y cómo? Porque, al margen de su buenismo teórico, el “safe space” en la práctica coarta la libertad de expresión, la capacidad de los estudiantes de entender la realidad e interactuar con ella y de debatir con civilidad posiciones contrapuestas y prioriza unas concepciones del mundo sobre otras sin la posibilidad de ser confrontadas por otros puntos de vista o por las propias evidencias que continuamente provee la realidad.

La idea de espacio seguro no se propone preparar a los estudiantes para los desafíos que enfrentarán en medio de lo real sino justamente en lo contrario: con la idea de’ “safe space” se le promete al estudiante que en la universidad no encontrará nada que lo contraríe o lo perturbe. Una promesa que, si en tiempos relativamente apacibles es imposible de cumplir sin prejuicio para el libre intercambio de ideas, en el presente revuelto en que estamos resulta, además de irreal e hipócrita, decididamente enajenante. ¿Cómo hablar de espacio seguro cuando a los estudiantes se les escupe y empuja, se los amenaza o reprime? ¿Cómo priorizar la idea de “safe space” en medio de los acontecimientos actuales sin pensar en la imagen del avestruz enterrando su cabeza en el suelo?

No se trata solo de que la idea de “safe space” proponga un espacio sin conexión con el mundo real. La ilusión de un espacio que asegure la ausencia de incomodidad y conflicto supone asumir que todos coincidimos en nuestras nociones del bien y del mal a un extremo tan minucioso que hace imposible la discrepancia en cuestiones que nos importen. Como tal cosa es irrealizable en la práctica equivale a ejercer una discreta pero interminable violencia sobre todos nosotros con el solo objetivo de apaciguar la conflictiva naturaleza de lo real.

Más valdría recurrir al viejo concepto de tolerancia de John Locke que en su famosa carta partía de una básica petición de humildad: esto es, el reconocimiento de que ninguna institución humana o individuo puede evaluar de manera confiable las afirmaciones de verdad de los diferentes puntos de vista en competencia. Porque la búsqueda de la diversidad no solo equivale a aceptar a personas de diferentes razas, orígenes étnicos o nacionales sino a reconocer las inevitables diferencias entre nuestros puntos de vista. Y la tolerancia, más que una forma de condescendencia, consiste en el derecho de todos a exponer sus opiniones dentro de límites básicos de civilidad y respeto. Nada que no se haya dicho antes millones de veces pero, en vista de las actuales circunstancias, no está de más recordar.


*Aparecido originalmente en Hispanic Outlook on Education Magazine

miércoles, 17 de julio de 2024

La conjura de los frívolos

 


El lamentable atentado a Donald Trump el sábado pasado ha sido, como era de esperar, la señal de arrancada para un festival de teorías conspirativas. Del lado republicano proviene la más obvia: la de que se trata de una monstruosa conspiración demócrata para impedir que Trump regrese a la Casa Blanca. Del bando demócrata imaginan una no menos monstruosa conspiración republicana para, exhibiendo a su candidato como víctima de la violencia de los adversarios, reforzar sus opciones de triunfo electoral en noviembre.

Sin embargo, ambas teorías tienen que enfrentarse con la terca simpleza de los hechos. De un lado, si bien fallas injustificables del sistema de seguridad permitieron que se atentara contra Trump tanto por el arma usada como la propia identidad del perpetrador no permite pensar que se trate de asunte de profesionales. Por otra parte, que las balas pasaran a unos centímetros del cráneo del candidato bastarían para descartar la teoría de un autoatentado pero ¿cómo oponerle a la fértil imaginación de los conspiranoicos de ambos bandos las diezmadas fuerzas del sentido común?

 Lo que no es recomendable en ningún caso -y esto lo digo pensando sobre todo en el bando demócrata- es tomarse a la ligera -de una manera frívola e inconsecuente quiero decir- el propio hecho de que uno de los candidatos a la presidencia del país haya sido víctima de un ataque de ese calibre. Si bien de naturaleza distinta, esta agresión comparte con el asalto al congreso del 6 de enero de 2021 la condición de ataque directo a la propia idea de democracia y el reforzamiento de la noción de que es lícito que la violencia substituya el pasado o futuro resultado de las elecciones. Piénsese por un momento en la posibilidad de que el atentado a Trump hubiera tenido éxito. ¿Les parece poco pensar que por unos centímetros nos hemos librado de momento de una guerra civil en toda regla? ¿Tan atractiva les parece esa posibilidad que no les permite pensar en la gravedad de sus consecuencias? ¿No se les ocurre pensar que hubiera tenido consecuencias tan desastrosas como las que hubiera podido tener un supuesto éxito del asalto al congreso? Luego de hacerse esas preguntas uno termina sospechando que ninguno de los bandos en pugna se toma en serio las amenazas apocalíticas con las que nos bombardean.  

Más que los hechos mismos, no ver la terrorífica gravedad que suponen para la propia idea de dirimir pacíficamente los desacuerdos que existen en la sociedad supone ahondar en la mayor crisis que ha sufrido el sistema democrático desde hace un siglo, cuando el fascismo y el comunismo se propusieron como las alternativas naturales a las democracias burguesas. Ninguna teoría conspirativa alcanza para explicar cómo ambos extremos parecen sincronizarse para destruir el peor sistema de convivencia social que se ha inventado a excepción de todos los demás. Tal parece que hubiera una conjura bipartidista para -empeñado en ver al bando contrario la encarnación de todo el mal del mundo- no tomarse en serio la gravedad de la situación actual y poder seguir alimentando alegremente el fuego de sus rencores. Porq uesiempre será más fácil creer en conspiraciones que hacerse responsable de las paranoias propias. Que como dioses minúsculos pero tenaces el mundo está hecho a la medida de nuestros más retorcidos deseos.

martes, 2 de julio de 2024

Fidel, tirano tímido*



Antes del encontronazo en Córdoba en 2006 con el periodista exiliado Juan Manuel Cao, que terminó sacándolo de circulación, uno de los mayores berrinches públicos protagonizados por Fidel Castro fue en una reunión con aprendices de periodistas en la Universidad de La Habana en octubre de 1987. Digo público y exagero. En realidad, la reunión ocurrió a puertas cerradas en la sede del Comité Central del Partido Comunista de Cuba (ese que los cubanos llamamos «El Partido», para abreviar, a falta de otro). A pesar de que el suceso contó con la mayor concentración de periodistas por metro cuadrado que conociera la república por aquellos días, no trascendió a la prensa.

Por suerte existen los rumores. Gracias a ellos nos enteramos de que en la reunión los pichones de periodistas, soliviantados por los aires de apertura que soplaban desde la Unión Soviética, se cuestionaron la realidad nacional al punto de que el Comandante en Jefe, primer secretario del Partido y presidente del Consejo de Estado y de Ministros, llegó a dar un puñetazo en la mesa. Si los rumores son fidedignos, lo que detonó la explosión del Máximo Líder fue la afirmación de que en la prensa cubana circulaba rampante el culto a su personalidad.

Fidel Castro siempre fue especialmente sensible con el tema. No solo decía haber combatido el culto a la personalidad, sino que afirmaba —con su modestia característica— haber marcado nuevas pautas universales al respecto. «En nuestro país nos cabe a los dirigentes revolucionarios la honra de haber establecido un precedente único hasta hoy —dijo el 13 de marzo de 1966—, que fue una ley de la Revolución, una de las primeras leyes de la Revolución, estableciendo la prohibición de ponerle el nombre de ningún dirigente vivo a ninguna calle, a ninguna ciudad, a ningún pueblo, a ninguna fábrica, a ninguna granja; prohibiendo hacer estatuas de los dirigentes vivos; prohibiendo algo más: las fotografías oficiales en las oficinas administrativas. Le cabe a esta Revolución ese honor».

Cuando hacía un resumen de sus primeros 20 añitos en el poder, el Comandante en Jefe aseguró: «Nuestra Revolución jamás devoró a ninguno de sus hijos, porque no hubo culto a la personalidad ni dioses sedientos de sangre. La más estrecha unión, respeto y camaradería reinó siempre entre todos los revolucionarios». Cuando se había retirado de sus cargos oficiales de secretario general, etcétera, se ufanaba de que «Nunca se practicó tampoco en nuestro país el culto a la personalidad, prohibido por nuestra propia iniciativa desde los primeros días del triunfo». Cierto que luego del fusilamiento de Ochoa y el curioso infarto de Abrantes hablar de «estrecha unión, respeto y camaradería» se hacía incómodo y el retirado Comandante en Jefe prefirió ser discreto al respecto.

Usemos su estilo rotundo para decir que nunca un hombre de Estado se vanaglorió más de su humildad. Incluso llegó a decir que «El ejercicio del poder debe ser la práctica constante de la autolimitación y la modestia». ¡Ya habría querido Marco Aurelio tanta contención para sí! Pero preguntémonos, en serio, ¿por qué tanto comedimiento en una personalidad desbordada por naturaleza? Deberemos recordar entonces que, a diferencia de Mao Tse Tung o Kim Il Sung, el reinado de Castro I se inició cuando todavía resonaban los ecos del XX Congreso del PCUS de 1956. Allí, el entonces secretario general Nikita Khrushev había resumido una de las carreras criminales más brillantes en la historia de la humanidad bajo la acusación, más bien tenue, del culto a la personalidad. De las conclusiones del histórico congreso soviético, el Comandante en Jefe, etcétera, extrajo una de sus más importantes lecciones para el ejercicio del poder en nombre del comunismo. Podías mandar a la muerte a 20 millones de personas —si la demografía de la nación lo permitía, claro—, pero lo verdaderamente imperdonable para una ideología tan arraigada en la humildad sería llenar el país de estatuas y retratos tuyos.

El culto de la personalidad del líder tal y como lo había ejercido en vida Stalin era, además de poco pragmático, un atentado a la estética. Instalar en cada población del país una estatua en bronce de al menos el doble del tamaño natural era, por una parte, un despilfarro de materias primas y, por otro, una obscenidad.

Eso no no impedía que cada vez que el Comandante en Jefe tomaba la tribuna para lanzar un discurso —de al menos dos horas y media— todos los canales de televisión y las estaciones de radio lo transmitieran en cadena y todos los periódicos lo reprodujeran al día siguiente en su totalidad. O que no hubiera recurso más socorrido para adornar ciudades, fábricas o carreteras que empapelarlas con frases tomadas de los mismos discursos acompañadas de un retrato de su modesto autor. O que las menores insinuaciones lanzadas en sus discursos tomaran desde la mañana siguiente fuerza de ley inapelable, sin importar siquiera que contradijera lo dicho por el mismo orador en una ocasión anterior.

Muy pronto, el Comandante etcétera le tomó el gusto a tan esforzado ejercicio de autocontención y timidez. ¿Para qué aparecer como el origen de las decisiones y medidas que se tomaban en el país, si bien podía presentarse como el intérprete y ejecutor de los deseos del pueblo? ¿O por qué no permitirles a sus ciudadanos expresar libremente lo que su líder había decidido por ellos? ¿Era necesario eliminar el estipendio que recibían los estudiantes universitarios? Se le daba la tarea al deportista más popular del momento —el inefable Alberto Juantorena— para que en nombre de los estudiantes del país renunciar a unos pesitos que nadie en su sano juicio hubiera rechazado.

¿Había que revitalizar las milicias? Se le daba la palabra a un humilde ciudadano para que les recordara a los asistentes en algún magno evento la necesidad de defender la patria y usar los fines de semana en infinitos entrenamientos. ¿Cometía el Comandante un error de cálculo sobre la cantidad de gente dispuesta a irse del país en 1980? Dejaba que el pueblo se lanzara «espontáneamente» a asediar a los que optaban por irse. ¿Se empezaban a multiplicar las voces disidentes? El pueblo, tan autónomo siempre, creaba grupos parapoliciales nombrados «Brigadas de Respuesta Rápida» que se encargaban de los famosos actos de repudio.

Todo lo anterior fue iniciativa popular, si no me cree busque en los discursos del Comandante las expresiones «Brigadas de Respuesta Rápida» y «actos de repudio» y no los encontrará ni una sola vez. (Sin embargo, fui testigo en 1990 de cómo un «seguroso» vestido de civil montaba en una guagua para animarnos a participar en un acto de repudio «espontáneo» contra «los que nos quieren quitar las escuelas y los círculos infantiles». ¿Estaría actuando el «seguroso» por cuenta propia? Los que sin dudas no lo hacían eran los estudiantes de la Universidad de La Habana, a quienes ese día los dispensaron de ir a clases para que pudieran hostigar al disidente Gustavo Arcos Bergnes en su apartamento en El Vedado).

El autoritarismo recatado y tímido se empezó a ensayar muy temprano. En otro artículo he mencionado el caso del discurso del 6 de febrero de 1959 cuando el líder de la «revolú» triunfante «sugirió» un boicot a una publicación por el simple hecho de haber incluido en sus páginas una caricatura suya. (Para asegurar el cumplimiento del boicot, la madrugada siguiente, miembros del Ejército Rebelde requisaron los ejemplares de la publicación recién salidos a la venta). Apenas un año más tarde, el Comandante fue interpelado en medio de un discurso a sindicalistas por una mujer que se quejaba de «que le estaban haciendo igual que en la época del Gobierno de Batista». Con su habitual contención, el orador le pide a la multitud que se calme y que invite a la señora «a que se retire buenamente» porque «aquí en una tribuna no se vienen a plantear problemas personales de ninguna clase; y cuando una persona viene a un acto o a una tribuna a plantear un problema personal, es por dos razones: o porque quiere sabotear el acto o porque no está muy bien de su salud». Minutos más tarde comenta que le han informado que «la señora está mal de salud mental». Resulta totalmente lógico, porque al decir del orador «nadie que esté cuerdo se atreve a venir a provocar al pueblo aquí».

Paradójicamente, saberte en posesión de un poder tan vasto e infalible, tan incontestable que solo se atreverían a desafiarlo quienes están fuera de sus cabales, puede hacerte perder la cabeza. Fue lo que le ocurrió al camarada Stalin. Fidel, en cambio, poseía un control sobre sí mismo que, aun sabiéndose sobrehumano, renunció a sembrar la isla con estatuas suyas. (Algún guasón argumentará que al Comandante siempre se le dio tan mal la escultura como la agricultura, pero no vale la pena contestarle).

Más importante y duradero fue esparcir sus ideas y sus frases con la esperanza de que echaran raíces en su pueblo. En efecto, nunca su pensamiento ha estado más presente entre los cubanos. Sobre todo, por aquello de «no los queremos, no los necesitamos» que tanto compatriota ha tomado de paternal consejo para irse de la isla. Que ahora se haya creado un esplendoroso Centro Fidel Castro Ruz, dedicado a su pensamiento o que abunden las referencias públicas al «Dios Fidel» no es traicionar la infinita modestia comandántica. Fidel, en su infinita sabiduría, no se oponía a homenajear «a los que ya rindieron su vida por la causa».

Es hora de que, tras su muerte, demos rienda suelta a la adoración que merece. Porque si las cosas en la isla no marchan como debieran, seguramente es por no seguir fielmente su guía infalible.

*Publicado originalmente en El Toque