lunes, 29 de enero de 2024

Pioneros en Manhattan*

Poster de la expo de María Antonia Cabrera Arús y Meyken Barreto

A mediados de los años setentas el recientemente fallecido periodista mexicano Jacobo Zabludovsky decidió hacer un experimento. Entrevistaría a los hijos de los funcionarios de la embajada cubana en México DF. Nada complicado. Preguntas elementales como “¿A quién quieres más?”, “¿Qué quieres hacer cuando seas grande?”. Nada que alarmara a los funcionarios que debían autorizar la entrevista. La segunda parte del experimento era -al parecer- igualmente inofensiva, y consistía en hacerle las mismas preguntas a niños mexicanos. Lo verdaderamente revelador fue presentar en televisión en conjunto el resultado de ambas encuestas. Así mientras los niños locales afirmaban amar más a su mamá o a su abuela y de grandes querer ser como cierto futbolista o personaje de comic los cubanitos decían querer más a Fidel o a la Revolución y cuando crecieran serían como el Che o sacrificarían su vida por la Patria. Zabludovsky trascendió por sus entrevistas a gente famosa en todo el mundo, por su conducción durante décadas de programas noticiosos en su país, pero la noche de aquella emisión le cambió la vida al menos a una persona. “Me sentí como un robot” me contó muchos años después uno de aquellos niños cubanos. Verse soltando aquellos lugares comunes de la propaganda oficial uno tras otro cuando resultaba bastante más natural querer más a la abuela que al gobernante del país. Como resultado de esa experiencia aquel niño decidió que en lo adelante dedicaría todos sus esfuerzos a escapar de aquel país al que su padre representaba.

Por supuesto que fue esa una experiencia bastante rara para los niños cubanos de aquella generación. Para la casi totalidad de los niños cubanos, aquellas consignas, aquellos lugares comunes fueron lo más normal del mundo. La exposición “Pioneros: Building Cuba's Socialist Childhood” que acaba de clausurarse en Nueva York al cuidado de María Antonia Cabrera Arús y Meyken Barreto es un intento de reconstruir aquella “normalidad” aunque la colección de juguetes, uniformes, diplomas, expedientes escolares, libros etc. expuesta en una sala en medio de la Quinta avenida neoyorquina resultara una suerte de naufragio doble. Por una parte el naufragio de un proyecto abandonado hace bastante tiempo (aunque sus efectos sigan vigentes) y por otra el desamparo intraducible que enfrentan esos mismos objetos en una ciudad tan ajena como es el Nueva York de 2015. Aunque puede que me equivoque en lo segundo y no haya ciudad más afín a tal exhibición que esa, obsesionada con el reciclaje de modas y exotismos.

El milagro puro de que haya sobrevivido esa muestra de objetos que en casi cualquier parte del mundo hubiesen ido a parar al más allá de los tarecos inservibles es parte de la historia que cuenta esta exposición. La historia de generaciones aferradas a cuanta cosa les pasara por delante, tarecos insignificantes que de pura escasez se volvían únicos, irremplazables. La historia de generaciones educadas en el materialismo dialectico e histórico por un sistema que al mismo tiempo llevaba a cabo una guerra a muerte contra la materia misma. La historia de familias individuales y concretas cuyo coleccionismo, voluntario o forzoso, encuentra sentido en una exhibición como esta. En cualquier caso una historia muy poco excepcional si se tiene en cuenta que hubo una época en que un tercio de la población mundial estaba sometido a experiencias similares. En una conferencia complementaria a “Pioneros…” un grupo de especialistas se encargó de compartir sus experiencias en diferentes partes del antiguo bloque comunista, experiencias que resultaron muy afines en lo esencial, incluyendo ese sentimiento compartido de “normalidad”.


Tan complejo como necesario es intentar reconstruir el pasado reciente no solo desde los textos constitucionales, declaraciones, leyes, estadísticas o reconstrucción documental de episodios famosos sino también desde la más elemental y rutinaria materialidad. Sobre todo en un caso como el de la sociedad cubana de las últimas cinco décadas y media en que los archivos donde se deberían reconstruir el pasado del país son usualmente inaccesibles, las estadísticas falsas, y abismal la distancia que separa las descripciones periodísticas de la realidad y la realidad misma.

Una reconstrucción material de la vida cotidiana bajo el castrismo en su etapa clásica revela sin esfuerzo la esquizofrenia de aquella normalidad. No sólo por la desoladora pobreza de un régimen establecido para “satisfacer las necesidades siempre crecientes de la población” sino por la contradicción entre las declaraciones de principios sobre sus intenciones de “garantizar la formación multifacética de la niñez y la juventud” y un “desarrollo pleno de las nuevas generaciones” y las muy escasas opciones que ofrecía fuera de la “moral comunista”, la “fidelidad a la Revolución”, “el odio al imperialismo” y “el amor”, “a las instituciones armadas” y “a la clase obrera y a su partido de vanguardia”.

La inmediata identificación que se produjo entre buena parte de los visitantes cubanos con los objetos que exhibía “Pioneros: Building Cuba's Socialist Childhood” revela que, pese a la inevitable brevedad de la muestra, esta era lo suficientemente representativa. Eso dice no poco de lo uniforme de una sociedad con un repertorio material –y espiritual- tan escaso. Y es que pese al extremo cuidado de las curadoras en diversificar la muestra, en extenderla no solo al plano escolar estatal sino al familiar y privado, pese a su insistencia en los modos alternos de quienes sentían la necesidad continua de defender su individualidad frente a las imposiciones estatales lo que queda patente era el carácter ubicuo de una ideología pero también de una ética y una estética que apenas dejaba espacio a la inocencia simbólica.

Llamaba la atención en la exposición que en medio de tanta pobreza material hubiese un muestrario tan amplio y variopinto de certificados, diplomas, medallas, bonos de trabajo voluntario. Se trata de eso que en la nomenclatura del régimen se conocía como “estímulos morales”, una palanca fundamental, aseguraban los teóricos (empezando por el Che Guevara) en el establecimiento de una sociedad comunista. “Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material –decía el Che- hay que hacer al hombre nuevo. De allí que sea tan importante elegir correctamente el instrumento de movilización de las masas. Este instrumento debe ser de índole moral, fundamentalmente”. Y estos papelitos impresos pueden servir de excelente ilustración de en qué consistía esa moneda “moral” que supuestamente servía para comprarte el ascenso en el escalafón de la nueva sociedad. Porque la normalidad en que debía transcurrir la vida de los niños cubanos no debía desconocer el hecho de que lo que en realidad se trataba de producir era un tipo diferente de ser humano que ayudara a construir una sociedad desconocida hasta entonces. Un espécimen que de acuerdo con los principales textos que delineaban su diseño sería mitad trabajador, mitad soldado y en general lo bastante infantil e inocente como para estar a salvo de cualquier influencia corruptora y, de paso, anular por completo su capacidad de decisión.


Y en esto hay que reconocer la transparente honestidad del régimen cubano cuando declaraba en sus Tesis y resoluciones en la formación de la niñez y la juventud al Primer Congreso del Partido Comunista que “Uno de los objetivos supremos que tiene ante sí el Partido Comunista de Cuba es la formación del hombre comunista, cuya acción social esté condicionada, desde las edades más tempranas, por un modo de vida que conduzca, indefectiblemente, a interiorizar en él los rasgos de carácter, convicciones y moral comunista”. Y no se trataba de una bravuconada al estilo de las tantas empresas faraónicas en que se enredó el régimen en aquellos años. A diferencia de esos otros casos, para este proyecto totalitario de fabricar “hombres nuevos” en serie le sobraban los medios. Así podía permitirse convocar a los “diferentes organismos del estado, las organizaciones políticas y de masas, los medios de difusión masiva, la familia y la sociedad toda” a “actuar al unísono y regidos por una misma política en este proceso formativo, complejo e integral”. Más oscura pero no menos disuasoria era la advertencia del régimen contra los intentos de “desviar” la “conciencia socialista y deteriorar sus valores políticos, morales, culturales y filosóficos” de las “nuevas generaciones”. Es en el acápite “Sobre la formación de la niñez y la juventud” de las “Tesis y resoluciones del Primer Congreso del PCC” donde se llama a mantener “una política de firme rechazo a toda manifestación negativa, y aplicarse a un plan permanente que, junto a la política de persuasión, contemple las medidas adecuadas contra las manifestaciones antisociales que atenten contra las normas de convivencia social y de la moral comunista”. Y en artículo 8 del “Código de la Niñez y la Juventud” de 1978 (todavía vigente) se enuncia que “La sociedad y el Estado trabajan por la eficaz protección de los jóvenes ante toda influencia contraria a su formación comunista”.

No obstante un régimen que en las tareas de vigilar y castigar era tan constante como discreto ha dejado poca huella material de sus empeños represivos. Incluso así “Pioneros…” ofreció a la curiosidad del visitante uno de aquellos “expedientes acumulativos” que resumía el paso de cada estudiante por el sistema escolar y al que irían a parar las famosas “manchas” con que a cada rato amenazaban los profesores ante algún comportamiento considerado inaceptable. No sé hasta qué punto sea transmisible a un no iniciado el terror del estudiante ante la amenaza de que una “mancha en el expediente” le descarrilaría la vida en una sociedad que se consideraba a sí misma poco menos que perfecta. Hay ciertas modulaciones de aquella normalidad totalitaria que son intrasmisibles. Hubiera sido útil, sin embargo, haber creado algún dispositivo para acceder al interior de tal expediente, aunque solo fuera para apreciar el interés del sistema por informarse sobre la afiliación religiosa y política de los estudiantes y de sus padres y sobre su grado de “integración revolucionaria”. Quiero pensar que tales detalles no le pasarían desapercibidos a un público tan sensible a este tipo de curiosidad estatal por sus propias convicciones públicas y privadas.

Sobre el éxito –debatible- de este minucioso sistema de modelaje humano la exposición “Pioneros” fue menos explícita pero sin dejar de ser sugestiva. Como muestra de lo que se esperaba de un estudiante una vez que pasara por los niveles de enseñanza primaria y secundaria en “Pioneros” se exhibió el curioso pero no inusual juramento que se exigía en 1969 a los estudiantes del instituto tecnológico Julio Antonio Mella. Un juramento que lo mismo comprometía a “renuciar [sic] al ejercicio libre de nuestra profesión poniendo todos nuestros conocimientos al servicio de nuestro pueblo o de cualquier pueblo del mundo que lo necesite” que a “cambiar, si fuese necesario nuevamente las herramientas de trabajo por las armas para defender los logros de nuestra Revolución contra un ataque de nuestro más odiado enemigo; el imperialismo norteamericano”. Como aquellos pioneritos de la embajada cubana en México estos estudiantes juraban estar “dispuestos a legar por el porvenir de la humanidad nuestras vidas, si fuese necesario, para destruir a los enemigos de los pueblos y así hacer más patente lo que Cuba a diario ratifica ante Latinoamérica y el mundo, el lema de: PATRIA O MUERTE VENCEREMOS”. Más interesante aún es el acápite del juramento en que el estudiante rechazaría “erigirle un altar al Dios Dinero y postrarle a sus pies la conciencia de los hombres” en nombre del principio basado en “crear riquezas con la conciencia y no conciencias con la riqueza”. Interesante y hasta irónico si se ve cómo en estos días generaciones de cubanos educados en esos mismos principios se entregan al experimento capitalista con un entusiasmo imposible de hallar en casi ningún otro sitio del mundo.

Foto de Geandy Pavón

Pero no se puede decir que aquel otro experimento por el que pasaron los cubanos que crecieron en la Cuba post revolucionaria y que intentó reconstruir la muestra de “Pioneros: Building Cuba's Socialist Childhood” fuera un total fracaso. Sus efectos, duraderos, se pueden percibir en buena parte de aquellas generaciones, donde quiera que se encuentren. Si no en el entusiasmo por el antiguo proyecto para el que fueron formados, al menos en la desazón y la perplejidad que les ocasiona a aquellos viejos hombres nuevos el mundo ajeno a aquella “normalidad” en la que crecieron; en la incapacidad para entenderse a sí mismos como parte de un mundo para el que, después de todo, no fueron creados. De algo de esa perplejidad ante el mundo –ante esa normalidad capitalista dentro o fuera de Cuba- parecían hablarnos las fotografías del artista Geandy Pavón incluidas en la exhibición que muestran a una niña completamente uniformada como “pionera” frente a diferentes emblemas de esa otra realidad: una tienda de Target, el perfil de Nueva York, un viejo carro norteamericano o el ratón Mickey. El desamparo expresado en esas imágenes puede ser el reverso de la tendencia de sucesivas generaciones de cubanos a asociar ciertas experiencias, objetos o referencias culturales a esa forma de la felicidad que es no entender nada. De ejercer la nostalgia allí donde parece menos comprensible. O como diría la madre de un amigo de manera más elemental y diáfana: “Allí el que se salva queda bobo”.

Bibliografía

Guevara, Ernesto. “El socialismo y el hombre en Cuba”

“Ley No. 16 Código de la Niñez y la Juventud”

“Tesis y resoluciones del Primer Congreso del PCC: Sobre la formación de la niñez y la juventud”

“Tesis y resoluciones del Primer Congreso del PCC: Sobre la Plataforma Programática del Partido”

*Artículo aparecido en Diario de Cuba el 11 de octubre de 2015

 

jueves, 25 de enero de 2024

Un buen profesor*


¿Qué hace a un buen profesor, más que bueno, memorable? ¿Qué hace que un señor, o señora, al transmitir sus conocimientos, consiga enriquecer a generaciones por el resto de su vida? Es el tipo de preguntas que me hice al enterarme de la muerte de quien recuerdo como mi mejor profesor en la Universidad de La Habana donde estudiaba la carrera de Historia. Ángel Pérez Herrero, se llamaba, y no se suponía que la materia que enseñaba, Historia Social de la Literatura y el Arte, fuera más que mero acompañante en una carrera en la que el pasado se consideraba como asunto eminentemente político y económico y el arte no pasaba de mero aditamento.


Aclaro que Angelito era ante todo un personaje. Todavía joven ya era una suerte de caballero antiguo con traje, corbata, gomina, yugos, bigote bien peinado y pañuelo oloroso a colonia en una universidad en que la idea de elegancia eran unos jeans locales mal copiados a una marca extranjera y una camisa a cuadros. ¡Hasta alguna profesora consideraba un detalle ornamental ponerse un cortaúñas sobresaliendo del bolsillo, como si fuese una leontina! Pero Angelito no se conformaba con contradecir la menesterosa etiqueta que imperaba en aquella universidad. También contrariaba el dogma imperante, un catecismo dizque marxista que se presentaba con el rimbombante título de “materialismo histórico”. Según aquella doctrina el arte no era más que parte de la superestructura que servía de ornamento o disfraz a la base material de la sociedad y sus relaciones de clase. La explicación solía ser más intrincada, pero pueden llevarse una idea.

A Angelito en sus clases, a donde iba armado apenas con su pipa y su caja de diapositivas, le bastaba con apagar las luces y proyectar imágenes de las grandes obras del mundo clásico para espantar toda la verborrea ideológica. El arte en sus clases no era parte de ninguna superestructura, creado para encubrir la explotación de los humildes y justificar a los poderosos. El arte en las clases de Angelito tenía un valor en sí mismo, recuperaba su dignidad y con ella la de los artistas que, independientemente de su estatus o de las intenciones de sus patronos, intentaban dar lo mejor de sí, a pesar de sus defectos y humanas miserias. Y durante el tiempo que duraba la clase de Angelito viajábamos a una realidad diferente, mejor, con otros valores que empezábamos a sospechar eran más sólidos que los que regían el resto de nuestra existencia.

Sin pretenderlo Angelito era un subversivo. Imagen a imagen, acompañadas por sus comentarios inteligentes, precisos, con frecuencia divertidos, nos iniciaba en una dimensión a la que no se suponía que tuviéramos acceso. Porque ¿para qué hablar tanto de belleza en aquel universo de jeans de imitación y camisas a cuadros? ¿Acaso hasta que el proletariado no alcanzó el poder las capacidades creativas que incubaba la humanidad no habían pasado de mero entrenamiento? Pero según el arte que nos mostraba Angelito, la humanidad no había tenido que esperar tanto para crear belleza. No se trataba solo de esa perspectiva distinta sino de la convicción con que la expresaba nuestro profesor. Un convencimiento que nos contagió su pasión por todo aquello que el arte nos decía en su modo difuso y deslumbrante, y que nos ha acompañado durante el resto de la vida, allí donde hayamos decidido vivirla.

Pienso esto mientras enseño en una universidad de Nueva York donde, sin la menor intervención de un poder superior, domina un catecismo tan o más rígido que el que regía el mundo en que completé mi licenciatura. Mejor que preguntarse lo que debe hacer un profesor para permanecer en la memoria de los alumnos es ¿cómo impartir conocimientos que sobrevivan a la moda del momento? Que sobrevivan a la tenaz suspicacia actual, por ejemplo, hacia todo lo producido por el enemigo absoluto de la humanidad identificado brumosamente como “hombre blanco”. Al menos el profe Angelito tenía en nosotros estudiantes ansiosos por aprender, por alimentarnos de sus apacibles subversiones, mientras que ahora a cualquier estudiante le basta escuchar un concepto chocante para erigirse en líder de alguna santa inquisición.

No lo digo por los alumnos que me han tocado en suerte, que ha sido mucha: nunca he conseguido despertarles el celo inquisidor que ha poseído a tantos. Cierto que tampoco los provoco demasiado. Siguiendo el ejemplo de Angelito, antes que inculcarles mi visión del mundo intento transmitirles todo lo que pueda serles útil en cualquier momento de su vida, como mismo me han acompañado sus clases a cuanta exhibición o museo he ido después. Por supuesto que soy una mala copia del original. La entrega de Angelito a su papel de educador era mucho más completa: desde el momento en que se vestía hasta el que devolvía los exámenes con comentarios casi siempre estimulantes marcó a más de uno por el resto de su vida.

Han pasado muchos años de aquellas clases, pero la hazaña pedagógica de Angelito, quien ya para entonces parecía un personaje anacrónico, me resulta más actual que nunca. Cuando digo hazaña no solo me refiero al esfuerzo descomunal que representaba acercar a nuestro mundo desastrado y vulgar tanta belleza. También me refiero a la proeza de enseñar algo intemporal en un medio dominado por las obsesiones del momento. Sin intentar paralelos forzados, también ahora me muevo en un medio empecinado en ver ofensas en algunas de las mejores creaciones humanas y donde hasta en la palabra “humanidad” se ve una malvada invención de hombres blancos. No soy tan sabio como mi profesor, de quien nunca supe a derechas lo que pensaba del mundo que nos rodeaba. Sí comparto la convicción, implícita en sus clases, de que las ideologías envejecen como cualquier otra moda. Y que si algo merece la pena ser enseñado es aquello que nos haga más atentos, más comprensivos, más conscientes de lo mejor que podemos llegar a ser o, dicho de otra manera, más humanos.


*Publicado originalmente en Hispanic Outlook on Education Magazine

miércoles, 24 de enero de 2024

Viendo cine iraní en La Habana



Advierto que el título contiene propaganda engañosa. Nunca vi, que recuerde, cine iraní en La Habana. Allá, no dejaba de ir a festivales, semanas de cine internacional del país que tocara y era espécimen notorio de la fauna que asistía casi a diario a la cinemateca. Pero hasta 1995, fecha en que me convertí en especie migratoria, el cine de la hermana república islámica de Irán todavía no se había puesto de moda en Cuba. Las buenas relaciones políticas con la hermana república islámica no habían pasado aún al plano cultural.

Sin embargo, asistir al ciclo de cine iraní previo a la revolución islámica de 1979 que se proyectó en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMa) hace algunas semanas tuvo para mí mucho de experiencia habanera. El encuentro con caras repetidas, la complicidad entre cierta parte del público, el cómodo aislamiento del mundo exterior con el que, al mismo tiempo, se trazaban curiosos paralelos. Todo tenía mucho en común con lo que experimentaba en los noventa en las butacas del Chaplin y de La Rampa. Apenas siete u ocho películas. En cambio, mi mujer vio casi cuarenta.

Había de todo, desde melodramas de jóvenes ingenuas pretendidas por malvados que culminaban en peleas que harían palidecer las de Bruce Lee hasta descarnadas denuncias sociales, pasando por inmersiones en la vida tradicional del campo iraní amenazada (o no) por la modernidad o por la influencia extranjera que allá venía ser lo mismo. En conjunto, las películas trazaban el paisaje de un mundo que, al menos en las ciudades, se occidentalizaba y no dejaba de resentir la asfixia que le imponía el régimen de su Majestad Imperial Mohamed Rezha Pahlevi.

En una de las últimas películas que vi, El ciervo (Gavaznhā, 1974), del director Masud Kimiai, el régimen del Sha aparecía retratado de cuerpo entero en forma de censura. La proyección comenzó con las palabras y la imagen de Kimiai en una declaración grabada especialmente para el ciclo del MoMA. Comentó la extrañeza de hablar de una película filmada hace medio siglo y de sus tribulaciones con la censura. Los censores querían convertir la historia original de un revolucionario —Ghodrat, quien asalta un banco para conseguir fondos para la resistencia contra el régimen y busca refugio con Seyed, un antiguo compañero de estudios— en la de un simple asaltante de bancos por cuenta propia, sin ideología redentora. Para lograrlo, los censores forzaron a Kimiai a introducir diálogos que insinuaran que el protagonista era un delincuente común sin otro fin que el de enriquecerse, aunque tal actitud contradijera el altruismo con el que se comportaba durante el resto de la historia.

A los ojos de los censores del Sha, el otro gran «problema» de la película era el final. Originalmente, se representaba al revolucionario Ghodrat atrincherado en el apartamento de Seyed, a punto de ser asaltado por la policía. Su huésped, drogadicto redimido por las arengas de su amigo, convence a los adustos agentes del orden para negociar la rendición de Ghodrat. Sin embargo, al comprender que su amigo no piensa rendirse, Seyed corre hacia el apartamento mientras la policía abre fuego y lo hiere en el hombro. Seyed se une por fin a Ghodrat y juntos resisten el asalto hasta inmolarse en una gran explosión de tintes heroicos. Antes de la traca final, el yonki emancipado le dice a su amigo revolucionario —para que no se sienta culpable de su muerte inminente—: «Prefiero morir de un balazo aquí, en mi habitación, contigo, que vivir solo bajo un puente durante años». Puro realismo socialista persa.

Los señores censores la tenían difícil. No se trataba de cambiar los diálogos en el doblaje. Había que cortar el final original y filmar uno distinto. Así tuvo que hacerlo el director. Justo al terminar de ver el explosivo final original —el que no vio el público iraní en tiempos del Sha— le comenté a mi mujer que habría preferido que pasaran el final impuesto por la censura. Sospechaba que sería mucho más interesante. Tuve la suerte de que los curadores del MoMA decidieran complacerme. Después de los créditos de la película, proyectaron de inmediato el final diseñado por los censores. Era digno de verse.

El revolucionario, rebajado a simple asaltante de banco, aparece igualmente rodeado por la policía, aunque esta vez los rostros de los agentes del orden eran menos duros y las órdenes de rendición parecían casi una súplica. Los fieros agentes del final original cambiados por policías de Tras la huella, el realismo socialista de cuando los revolucionarios llegan al poder y se perciben como policías amables.



El amigo drogadicto igualmente pide a los policías que le permitan negociar la rendición de su amigo. Los policías acceden y Seyed se para frente a la ventana bajo la que se atrinchera Ghodrat para dirigirle sus súplicas. Ghodrat se niega a creerle. Está convencido de que fue Seyed quien lo traicionó. El debate se enciende y el acorralado le dispara a su amigo en el estómago. Aun así, Seyed insiste en convencer al asaltante de bancos de su lealtad. El delator ha sido un estudiante al que le han dado refugio antes (el amaneramiento del chivato encaja en otro tópico, el de la intrínseca deslealtad de los homosexuales que tanto se explotó en el caso de «Marquitos» en 1964 juzgado por delator de los masacrados en Humboldt 7).

El disparo que le ha hecho Ghodrat en el estómago no impide que Seyed siga hablando sin pausa sobre cómo podrán continuar la amistad una vez que salga de prisión, lo que obliga al público a una suspensión de su credulidad —tanto para creer que Seyed sobrevivirá al disparo como que a Ghodrat le alcanzará la vida para salir de la prisión—. Credulidades aparte, la película termina con una nota de esperanza.

No recuerdo haberme reído tanto en mi vida como con el final apócrifo de El ciervo. Me carcajeé al punto de que se me contrajo un músculo del abdomen y tuve que pararme para esperar que se distendiera. Todo era escandalosamente risible en la versión de la censura: la poco convincente actuación de los protagónicos, lo absurdo del diálogo y de la situación e, incluso, el aspecto físico de los personajes.

A diferencia de la cuidada puesta en escena original, en la versión de los censores cada detalle estaba imbuido de un desaliño que me recordaba los seriales de mi infancia en los que los compañeros del Ulises homérico resbalaban en el piso de granito del estudio televisivo o en los que Guillermo Tell desgarraba con su espada el muro de cartón corrugado del castillo. Hasta el pelo y las gafas de intelectual revolucionario Ghodrat parecían fuera de lugar, como si intentara sabotear el final impuesto por la censura. En este caso, a la famosa definición de Woody Allen de que «comedia es igual a tragedia más tiempo» puede añadírsele una variante, comedia también puede ser igual a tragedia más chapucería.

Pero carcajadas aparte, quiero insistir en el privilegio que tuve de confrontar los dos finales de la misma película. La del artista y la del censor, pero sobre todo esta última. Normalmente, la obra de los censores opera apenas por substracción, nos enteramos menos de lo que piensan ellos que de lo que no quieren que piensen (y digan) los demás. Esta vez, sin embargo, gracias al celo de los curadores del MoMA tuvimos acceso a la visión del mundo de los censores y en verdad no es muy distinta —salvo notables excepciones— de la que nos entregaban el ICRT o el Icaic. Porque en Cuba la censura, por lo general, operaba distinto que en el Irán del Sha, desde hacía tiempo había quedado integrada en la psiquis de los creadores que sabían anticiparse a los deseos del Departamento de Orientación Revolucionaria (DOR) o la Seguridad del Estado antes de que los enunciaran. Unos y otros buscaban la representación de un mundo esencialmente armónico en el que todo desajuste provenía del exterior o del pasado y al que nunca le faltaban recursos para restaurar el orden natural de las cosas. Incluso en las situaciones más insolubles, ahí estaba el emocionado abrazo de David y Diego en Fresa y chocolate para que no pensáramos en que, de seguir la lógica de la época, a David le quedaba poco para que lo expulsaran de la universidad.

El final impuesto de El ciervo puede verse sin esfuerzo como metáfora del arte bajo la opresión. Lo que en Cuba siempre se ha entendido como arte revolucionario, la creatividad ajustada al perfil preestablecido por el Estado, el régimen, el sistema, la moral socialista, you name it.

Contra ajustes de ese tipo, supongo yo, debería estar encaminada la Asamblea de Cineastas Cubanos, sean conscientes o no del destino lógico de su actual rebeldía. Porque en la práctica del correoso totalitarismo caribeño cualquier intento de emancipación artística debería empezar por separar el creador del censor que lleva integrado en sí mismo, el censor que por tanto tiempo intentó compaginar los impulsos creativos, la lógica del poder y la realidad y que ahora intenta pactar con el censor externo. Que llama a la represión sistemática de la creación artística «política errónea» cuando tan buenos resultados le ha dado al Poder.

Llegado a este punto, me debo llamar a capítulo y reconsiderar mi actitud tan provinciana que convierte un exquisito ciclo de cine iraní pre1979 en Nueva York en un triste asunto habanero. Debo recordarme que cuando se ven películas en el MoMA, deberían asumirse con un espíritu cosmopolita para el que el Sha o el singao Díaz-Canel no serían más que meras abstracciones.

martes, 23 de enero de 2024

Historia y masoquismo: un libro que desmonta las distintas facetas del castrismo


Por Luis de la Paz

El título resulta impactante, Historia y masoquismo (Ediciones Furtivas, 2023), libro del escritor cubano Enrique del Risco (La Habana, 1967). Sorprende por la aparentemente extraña relación entre la historia y el masoquismo. Parece una provocación, un gancho, una relación forzosa, pero la lectura permite entender el alcance del título.

Dividido en dos partes, la primera se enfoca en el masoquismo y la de cierre en la historia. El libro, sin ser una selección de los artículos, ensayos y opiniones publicados por el autor en su blog Enrisco, acoge en sus páginas varios de esos textos. Sin embargo, al ponerlos en conjunto, los trabajos adquieren otra dimensión, una nueva proyección.

Del Risco es de esos escritores que sustenta sus argumentos de una manera contundente, con una proyección asequible, despojando su prosa de rebuscamientos, para que sus ideas fluyan con la simpleza/profundidad que requiere un análisis inteligente, documentado y culto. Otro factor que lo caracteriza, es el humor. A veces ácido, en otros momentos esos “ramalazos”, estremecen y hacen aún más evidente el trazado de la observación.

Desde la introducción ya el lector de Historia y masoquismo encuentra afirmaciones que inducen la exclamación: sí, así mismo es; sin embargo, se necesitaba leerlas: “El totalitarismo –en Cuba como en cualquier sitio–, más que un régimen político, es una cultura, una civilización, una costumbre”. Luego se lee que el totalitarismo introduce en las personas “una suerte de Alzheimer colectivo que obliga a los nietos a pasar por el mismo ciclo de encantamiento y desencanto que padecieron abuelos y padres”.

En toda la primera parte se va analizando y a la vez desmontando, las distintas facetas del castrismo. Algunos trabajos resaltan como La trampa de la ideología y Un domingo esclarecedor, este último sobre los sucesos del 11 de julio del 2021 en la Isla, apagado por la fuerza… fuerza brutal ejercida por las propias víctimas del régimen. Hay que recordar al gobernante Miguel Díaz Canel: “la orden de combate está dada”, llamando a una guerra entre su poder totalitario y los indefensos ciudadanos. Del Risco apunta: “El mérito de ese 11 de julio es, para mí, el de la claridad. Aclarar que el silencio de los cubanos no significa aprobación o resignación, sino miedo, y que la repulsa al régimen está tan extendida como sospechábamos”.

Otros ensayos desmontan la realidad cubana a través del arte y la literatura. Havana Stories, Las trampa de Padilla (para mí uno de los mejores), Una generación triste y Pablo Milanés como drama colectivo, textos que forman parte de una secuencia de varios trabajos convincentes y analíticos que corren hasta el final de la primera sección del libro.

Para enfocar la historia, la segunda parte de Historia y masoquismo, Enrique del Risco comienza analizando el humor ante la dictadura y en especial ese sentido tan necesario del que carecía el propio dictador Fidel Castro. “Una de las primeras víctimas de la intolerancia en cualquier época: el humor y el gremio que lo produce”. El artículo cuenta que desde el mismo año 1959, el régimen se enfocó en los humoristas, y citando al humorista Arístides Pumariega, explica la presión que recibió el caricaturista Antonio Prohías, que “hizo una caricatura que reflejaba al séquito [de Castro] como un grupo de bombines”. El dictador montó en cólera, obligando al humorista a tomar el camino del exilio.

Otro texto destacado en el libro es el titulado Brevísima historia del hambre en Cuba, seguido igualmente como en la primera parte, por una sucesión de ensayos muy precisos, entre ellos La caja negra de «los años duros»: Mariel reescribe la revolución cubana y Viaje al centro de la nada.

Cuando se intenta escribir sobre un libro como Historia y masoquismo, la mente se obnubila por la cantidad de información, de reflexiones que se leen y se agolpan. Es un libro del hombre, Enrique del Risco; de los hombres, los personajes que habitan en sus páginas, en su lucha incesante por sobrevivir frente al totalitarismo castrista, y su secuela de “somos continuidad”, que expresa el régimen, donde ante la desesperanza, lo único sensato, ahora que se puede, es tristemente, tomar el camino del exilio. 

Landrián versus Foucault

El pasado diciembre, durante el estreno del documental Landrián en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, su director, Ernesto Daranas, se permitió un gesto que, aunque muchos encontraron valiente, alguno se atrevería a calificar de oportunista.

Daranas, de pie en el escenario donde se proyectaría el documental, leyó de la pantalla de su teléfono una declaración en la que afirmaba que la persecución sufrida por el fallecido cineasta Nicolás Guillén Landrián no era “un caso del pasado; todavía hoy la censura y la exclusión es ejercida sobre obras y cineastas”.

Para concluir, añadió que le gustaría pensar que Landrián sería hoy parte de la acosada Asamblea de Cineastas de la que el propio Daranas es parte.

Eso hizo Daranas: reclutar fantasmas del pasado para las batallitas del presente.

“No, compañero. Juegue limpio” dirán los mismos que achacan los problemas de Cuba al embargo y las represiones pasadas a un funcionario de poca monta que ahora vive en Miami.

Ni Landrián, ni los responsables de su marginación, están por todo esto. La Revolución es experta en combinar su visión monolítica de la historia con periodizaciones autocríticas.

Los abusos siempre son cosa del pasado. Para eso a los 65 (o 150) años de lucha se le han asignado períodos de excesos, de errores de aprendizaje, quinquenios grises y ofensivas mal calculadas. Así se van explicando y relativizando las inevitables víctimas que el proceso ha ido dejando atrás.

Además, no se hagan los agraviados. Que a ninguno de ustedes les han metido veinte electroshocks.

Landrián, el sobrino arrebatado del otro Nicolás Guillén, el Poeta Nacional, era en mis tiempos universitarios una leyenda urbana en toda regla. Una leyenda que reunía terror y desmesura hasta hacerla increíble.

Sabíamos de los electroshocks con que le frieron el cerebro a Landrián como sabíamos de la tenebrosa sala “Juan Pedro Carbó Serviá” a donde remitían a los disidentes para ensayar el máximo orgullo de la gastronomía psiquiátrico-revolucionaria: el seso frito.

O sea, no sabíamos nada.

Trasegábamos esos rumores sin demasiada convicción. Porque la imaginada maldad del régimen podía terminar siendo una patraña de la CIA para confundir nuestras juveniles y calenturientas mentes.

Los electroshocks a Landrián y la “Carbó Serviá” debían ser como el cocodrilo sin dientes de Villa Marista: una invención sin fundamento alguno en el mundo real. Un infundio que revelaba la impotencia de quienes intentaban desprestigiar tanta gloria acumulada por la Revolución.

Pero resulta que sí. Que la mente más original del cine cubano sufrió dos decenas de electroshocks. Y que pasó entre cárceles y hospitales psiquiátricos doce o catorce años.

“Eso sucede en todas partes”, nos susurraría la misma voz que antes acusaba a Daranas de oportunismo.

Cualquier sociedad occidental reserva destinos parecidos a mentes demasiado inquietas, demasiado excéntricas, como bien nos explicaba Michel Foucault en Vigilar y castigar (1975). El libro que hace parecer las cárceles, los manicomios y las escuelas como parte del sistema coercitivo del capitalismo, parecería ser la respuesta de la izquierda francesa al escándalo de la publicación de Archipiélago Gulag de Alexander Solzhenitsyn, apenas dos años antes.

Sin aludir al sistema carcelario soviético —era demasiado inteligente para maniobra tan grosera—, Foucault nos explicaba que, mucho antes del Gulag, el mundo burgués, con su panóptico ubicuo y su persecución discreta y reglamentada, había creado un sistema tan o más terrible.

Y así —con esta descripción del mundo burgués como un totalitarismo discreto—, Foucault consiguió alimentar de por vida el inconformismo occidental. Y, quien dice el inconformismo occidental, también puede hablar del conformismo de los lectores de Foucault de este lado del Muro: soviéticos o cubanos que se apaciguarían pensando que en Occidente a un Siniavsky o un Landrián les aguardaría un destino parecido.

Todo poder es idéntico. Basta traducir KGB, PNR y DSE como FBI y CIA para conseguir una equivalencia si no perfecta, al menos creíble. Cierto que ICAIC o CDR resultan intraducibles al mundo burgués, pero ya pueden llevarse una idea.



Landrián y su esposa Gretel Alfonso Fuentes

Sucede que, más o menos en los mismos días en que Ernesto Daranas hacía su declaración redentora en el festival de cine habanero, en Nueva Jersey le hacíamos nuestra periódica visita a un viejo amigo cubano-judío. Hace un cuarto de siglo, su esposa y él, dueños de una distribuidora de libros, fueron los primeros en ofrecernos a mi esposa y a mí trabajos decentes en nuestra entonces nueva vida americana.

La novedad en la visita del pasado diciembre fue que la nueva cuidadora de nuestro amigo es una médico cubana, llegada a Estados Unidos hace apenas un año. Nuestro amigo sigue siendo fuente de trabajo de recién llegados.

La médico-cuidadora, además de mejorarle el carácter a nuestro antiguo benefactor, resultó una excelente narradora. Nos habló de sus experiencias en Angola. De la rabia que allá es epidemia, con miles de perros callejeros contagiados, que muerden a niños que mueren acosados por sufrimientos terribles y por el impulso de morder a quien tuvieran cerca, incluyendo a nuestra interlocutora.

Pero la historia que nos tenía reservada la doctora no era africana, sino cubana. De cuando era Médico de la Familia y trabajaba y vivía en una casa-consultorio del extrarradio habanero.

La doctora mencionó al principio —de manera que entonces nos pareció inconexa— a un personaje gris. Literalmente gris, quiero decir, que es el color de los uniformes de los inspectores de posibles refugios de mosquitos: esos tipos encargados por el Estado de entrar a las casas y localizar dónde los transmisores del dengue y otras enfermedades pueden tener sus criaderos.

Luego, la narración de la doctora regresó a su cuadra, donde vivían un par de parejas de disidentes, matrimonios dedicados al desacato apacible a las autoridades, misioneros de un futuro democrático que quizás no llegue nunca.

El asunto es que, con frecuencia, los disidentes cocinaban una caldosa en una gran cazuela que ofrecían a todo el hambreado barrio y al que acudían, recipiente en mano, los vecinos, incluyendo nuestra doctora. La disidencia puede entrar por el estómago.

Un mal día, la doctora es citada a la Dirección Municipal de Salud. Al entrar en la oficina, además del jefe de los médicos del municipio, se encontró al gris perseguidor de mosquitos que nos mencionó al principio. Fue entonces que el personaje reveló su condición de agente de la Seguridad del Estado, con la coartada perfecta para registrar hasta el último rincón de las casas de la vecindad.

Al recibir la citación, la médico había pensado que la convocaban por atreverse a aceptar la sopa disidente. Pero en aquella reunión no se habló de caldosas ni de ningún otro producto de la gastronomía subversiva. A la doctora se le pedía más bien su colaboración.

El jefe municipal le extendió un documento afirmando que una de las disidentes de la cuadra tenía serios problemas psiquiátricos y debía ser hospitalizada. Sólo faltaba su firma.

La médico se negó de plano. Argumentó que conocía a la disidente desde niña y que estaba segura que no tenía ningún problema psiquiátrico. Más bien, al contrario. Viniendo de una familia disfuncional, la muchacha había conseguido continuar los estudios en la universidad y graduarse de ingeniera.

Como era de esperar, tanto su jefe como el falso inspector insistieron con una presión que en esos casos suele ser irresistible. Quedaba claro que, de no colaborar, la doctora no sólo se quedaría sin trabajo, sino que sería expulsada de la casa-consultorio donde vivía.

Pero la doctora resistió. Le propuso a su jefe que, ya que el certificado necesitaba la aprobación de un médico, que la diera él mismo. Pero que supiera que ella rechazaba ese dictamen.

Al final, la doctora fue expulsada de su consultorio. Pero, en medio del desorden reinante en el sistema de salud, pudo encontrar trabajo en otro municipio, antes de emprender su aventura angolana.
 
Una historia así lo hace pensar a uno en todas las ocasiones en que un régimen como el cubano disimula sus crímenes con la firma de un profesional. En las muertes por golpizas convertidas en una pancreatitis súbita. Demasiados casos como para realzar el tranquilo heroísmo de nuestra confidente.

Por cada valiente que se niega a colaborar, siempre habrá decenas a quienes conseguirán convertir en cómplices. Pero incluso en Occidente, ¿cuántos profesionales —sin DSE ni CDR— arriesgarían trabajo y vivienda por defender los derechos de sus pacientes?

Volviendo a nuestro Landrián y a todos los landrianes anónimos que desfilaron por la “Carbó Serviá” y el resto de los infiernos alternativos creados por el castrismo: se requiere de algo más que del capitalismo imaginado por Foucault, para procesar los elementos incómodos a la sociedad con la limpieza con que el socialismo cubano, tan chapucero en todo lo demás, pudo disponer del cuerpo, la mente y hasta la memoria del cineasta.

De la breve y brillante filmografía de Landrián apenas se encuentran copias en buen estado. Y algunas de sus obras han desaparecido por completo.

Frente a la odisea de Nicolás Guillen Landrián, las sutilezas de Vigilar y castigar parecen una mala parodia. Incluso frente a un privilegiado como Landrián —no deben obviarse las consideraciones que se le debieron tener por el detalle de ser sobrino del Poeta Nacional—, el Estado se vio en la obligación de poner en marcha su maquinaria monstruosa y aplastar la extraña sensibilidad del cineasta.

La acción coordinada del ICAIC, los CDR, el MINSAP, el MINCULT, el MININT y otras decenas de siglas, puede destrozar a cualquiera.

No insistan. La exquisita coreografía con que el Estado socialista convierte hasta al último de los doctores o archiveros en meras piezas de su dispositivo de moler gente y memoria, nunca podrá ser replicada en Occidente. A menos que se emprendan transformaciones fundamentales que hagan irreconocible su geografía simbólica.

No joda, Monsieur Foucault.