Poster de la expo de María Antonia Cabrera Arús y Meyken Barreto |
A mediados de los años setentas el recientemente fallecido periodista mexicano Jacobo Zabludovsky decidió hacer un experimento. Entrevistaría a los hijos de los funcionarios de la embajada cubana en México DF. Nada complicado. Preguntas elementales como “¿A quién quieres más?”, “¿Qué quieres hacer cuando seas grande?”. Nada que alarmara a los funcionarios que debían autorizar la entrevista. La segunda parte del experimento era -al parecer- igualmente inofensiva, y consistía en hacerle las mismas preguntas a niños mexicanos. Lo verdaderamente revelador fue presentar en televisión en conjunto el resultado de ambas encuestas. Así mientras los niños locales afirmaban amar más a su mamá o a su abuela y de grandes querer ser como cierto futbolista o personaje de comic los cubanitos decían querer más a Fidel o a la Revolución y cuando crecieran serían como el Che o sacrificarían su vida por la Patria. Zabludovsky trascendió por sus entrevistas a gente famosa en todo el mundo, por su conducción durante décadas de programas noticiosos en su país, pero la noche de aquella emisión le cambió la vida al menos a una persona. “Me sentí como un robot” me contó muchos años después uno de aquellos niños cubanos. Verse soltando aquellos lugares comunes de la propaganda oficial uno tras otro cuando resultaba bastante más natural querer más a la abuela que al gobernante del país. Como resultado de esa experiencia aquel niño decidió que en lo adelante dedicaría todos sus esfuerzos a escapar de aquel país al que su padre representaba.
Por supuesto que fue esa una experiencia bastante rara para los niños cubanos de aquella generación. Para la casi totalidad de los niños cubanos, aquellas consignas, aquellos lugares comunes fueron lo más normal del mundo. La exposición “Pioneros: Building Cuba's Socialist Childhood” que acaba de clausurarse en Nueva York al cuidado de María Antonia Cabrera Arús y Meyken Barreto es un intento de reconstruir aquella “normalidad” aunque la colección de juguetes, uniformes, diplomas, expedientes escolares, libros etc. expuesta en una sala en medio de la Quinta avenida neoyorquina resultara una suerte de naufragio doble. Por una parte el naufragio de un proyecto abandonado hace bastante tiempo (aunque sus efectos sigan vigentes) y por otra el desamparo intraducible que enfrentan esos mismos objetos en una ciudad tan ajena como es el Nueva York de 2015. Aunque puede que me equivoque en lo segundo y no haya ciudad más afín a tal exhibición que esa, obsesionada con el reciclaje de modas y exotismos.
El milagro puro de que haya sobrevivido esa muestra de objetos que en casi cualquier parte del mundo hubiesen ido a parar al más allá de los tarecos inservibles es parte de la historia que cuenta esta exposición. La historia de generaciones aferradas a cuanta cosa les pasara por delante, tarecos insignificantes que de pura escasez se volvían únicos, irremplazables. La historia de generaciones educadas en el materialismo dialectico e histórico por un sistema que al mismo tiempo llevaba a cabo una guerra a muerte contra la materia misma. La historia de familias individuales y concretas cuyo coleccionismo, voluntario o forzoso, encuentra sentido en una exhibición como esta. En cualquier caso una historia muy poco excepcional si se tiene en cuenta que hubo una época en que un tercio de la población mundial estaba sometido a experiencias similares. En una conferencia complementaria a “Pioneros…” un grupo de especialistas se encargó de compartir sus experiencias en diferentes partes del antiguo bloque comunista, experiencias que resultaron muy afines en lo esencial, incluyendo ese sentimiento compartido de “normalidad”.
Tan complejo como necesario es intentar reconstruir el pasado reciente no solo desde los textos constitucionales, declaraciones, leyes, estadísticas o reconstrucción documental de episodios famosos sino también desde la más elemental y rutinaria materialidad. Sobre todo en un caso como el de la sociedad cubana de las últimas cinco décadas y media en que los archivos donde se deberían reconstruir el pasado del país son usualmente inaccesibles, las estadísticas falsas, y abismal la distancia que separa las descripciones periodísticas de la realidad y la realidad misma.
Una reconstrucción material de la vida cotidiana bajo el castrismo en su etapa clásica revela sin esfuerzo la esquizofrenia de aquella normalidad. No sólo por la desoladora pobreza de un régimen establecido para “satisfacer las necesidades siempre crecientes de la población” sino por la contradicción entre las declaraciones de principios sobre sus intenciones de “garantizar la formación multifacética de la niñez y la juventud” y un “desarrollo pleno de las nuevas generaciones” y las muy escasas opciones que ofrecía fuera de la “moral comunista”, la “fidelidad a la Revolución”, “el odio al imperialismo” y “el amor”, “a las instituciones armadas” y “a la clase obrera y a su partido de vanguardia”.
La inmediata identificación que se produjo entre buena parte de los visitantes cubanos con los objetos que exhibía “Pioneros: Building Cuba's Socialist Childhood” revela que, pese a la inevitable brevedad de la muestra, esta era lo suficientemente representativa. Eso dice no poco de lo uniforme de una sociedad con un repertorio material –y espiritual- tan escaso. Y es que pese al extremo cuidado de las curadoras en diversificar la muestra, en extenderla no solo al plano escolar estatal sino al familiar y privado, pese a su insistencia en los modos alternos de quienes sentían la necesidad continua de defender su individualidad frente a las imposiciones estatales lo que queda patente era el carácter ubicuo de una ideología pero también de una ética y una estética que apenas dejaba espacio a la inocencia simbólica.
Llamaba la atención en la exposición que en medio de tanta pobreza material hubiese un muestrario tan amplio y variopinto de certificados, diplomas, medallas, bonos de trabajo voluntario. Se trata de eso que en la nomenclatura del régimen se conocía como “estímulos morales”, una palanca fundamental, aseguraban los teóricos (empezando por el Che Guevara) en el establecimiento de una sociedad comunista. “Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material –decía el Che- hay que hacer al hombre nuevo. De allí que sea tan importante elegir correctamente el instrumento de movilización de las masas. Este instrumento debe ser de índole moral, fundamentalmente”. Y estos papelitos impresos pueden servir de excelente ilustración de en qué consistía esa moneda “moral” que supuestamente servía para comprarte el ascenso en el escalafón de la nueva sociedad. Porque la normalidad en que debía transcurrir la vida de los niños cubanos no debía desconocer el hecho de que lo que en realidad se trataba de producir era un tipo diferente de ser humano que ayudara a construir una sociedad desconocida hasta entonces. Un espécimen que de acuerdo con los principales textos que delineaban su diseño sería mitad trabajador, mitad soldado y en general lo bastante infantil e inocente como para estar a salvo de cualquier influencia corruptora y, de paso, anular por completo su capacidad de decisión.
Y en esto hay que reconocer la transparente honestidad del régimen cubano cuando declaraba en sus Tesis y resoluciones en la formación de la niñez y la juventud al Primer Congreso del Partido Comunista que “Uno de los objetivos supremos que tiene ante sí el Partido Comunista de Cuba es la formación del hombre comunista, cuya acción social esté condicionada, desde las edades más tempranas, por un modo de vida que conduzca, indefectiblemente, a interiorizar en él los rasgos de carácter, convicciones y moral comunista”. Y no se trataba de una bravuconada al estilo de las tantas empresas faraónicas en que se enredó el régimen en aquellos años. A diferencia de esos otros casos, para este proyecto totalitario de fabricar “hombres nuevos” en serie le sobraban los medios. Así podía permitirse convocar a los “diferentes organismos del estado, las organizaciones políticas y de masas, los medios de difusión masiva, la familia y la sociedad toda” a “actuar al unísono y regidos por una misma política en este proceso formativo, complejo e integral”. Más oscura pero no menos disuasoria era la advertencia del régimen contra los intentos de “desviar” la “conciencia socialista y deteriorar sus valores políticos, morales, culturales y filosóficos” de las “nuevas generaciones”. Es en el acápite “Sobre la formación de la niñez y la juventud” de las “Tesis y resoluciones del Primer Congreso del PCC” donde se llama a mantener “una política de firme rechazo a toda manifestación negativa, y aplicarse a un plan permanente que, junto a la política de persuasión, contemple las medidas adecuadas contra las manifestaciones antisociales que atenten contra las normas de convivencia social y de la moral comunista”. Y en artículo 8 del “Código de la Niñez y la Juventud” de 1978 (todavía vigente) se enuncia que “La sociedad y el Estado trabajan por la eficaz protección de los jóvenes ante toda influencia contraria a su formación comunista”.
No obstante un régimen que en las tareas de vigilar y castigar era tan constante como discreto ha dejado poca huella material de sus empeños represivos. Incluso así “Pioneros…” ofreció a la curiosidad del visitante uno de aquellos “expedientes acumulativos” que resumía el paso de cada estudiante por el sistema escolar y al que irían a parar las famosas “manchas” con que a cada rato amenazaban los profesores ante algún comportamiento considerado inaceptable. No sé hasta qué punto sea transmisible a un no iniciado el terror del estudiante ante la amenaza de que una “mancha en el expediente” le descarrilaría la vida en una sociedad que se consideraba a sí misma poco menos que perfecta. Hay ciertas modulaciones de aquella normalidad totalitaria que son intrasmisibles. Hubiera sido útil, sin embargo, haber creado algún dispositivo para acceder al interior de tal expediente, aunque solo fuera para apreciar el interés del sistema por informarse sobre la afiliación religiosa y política de los estudiantes y de sus padres y sobre su grado de “integración revolucionaria”. Quiero pensar que tales detalles no le pasarían desapercibidos a un público tan sensible a este tipo de curiosidad estatal por sus propias convicciones públicas y privadas.
Sobre el éxito –debatible- de este minucioso sistema de modelaje humano la exposición “Pioneros” fue menos explícita pero sin dejar de ser sugestiva. Como muestra de lo que se esperaba de un estudiante una vez que pasara por los niveles de enseñanza primaria y secundaria en “Pioneros” se exhibió el curioso pero no inusual juramento que se exigía en 1969 a los estudiantes del instituto tecnológico Julio Antonio Mella. Un juramento que lo mismo comprometía a “renuciar [sic] al ejercicio libre de nuestra profesión poniendo todos nuestros conocimientos al servicio de nuestro pueblo o de cualquier pueblo del mundo que lo necesite” que a “cambiar, si fuese necesario nuevamente las herramientas de trabajo por las armas para defender los logros de nuestra Revolución contra un ataque de nuestro más odiado enemigo; el imperialismo norteamericano”. Como aquellos pioneritos de la embajada cubana en México estos estudiantes juraban estar “dispuestos a legar por el porvenir de la humanidad nuestras vidas, si fuese necesario, para destruir a los enemigos de los pueblos y así hacer más patente lo que Cuba a diario ratifica ante Latinoamérica y el mundo, el lema de: PATRIA O MUERTE VENCEREMOS”. Más interesante aún es el acápite del juramento en que el estudiante rechazaría “erigirle un altar al Dios Dinero y postrarle a sus pies la conciencia de los hombres” en nombre del principio basado en “crear riquezas con la conciencia y no conciencias con la riqueza”. Interesante y hasta irónico si se ve cómo en estos días generaciones de cubanos educados en esos mismos principios se entregan al experimento capitalista con un entusiasmo imposible de hallar en casi ningún otro sitio del mundo.
Foto de Geandy Pavón |
Pero no se puede decir que aquel otro experimento por el que pasaron los cubanos que crecieron en la Cuba post revolucionaria y que intentó reconstruir la muestra de “Pioneros: Building Cuba's Socialist Childhood” fuera un total fracaso. Sus efectos, duraderos, se pueden percibir en buena parte de aquellas generaciones, donde quiera que se encuentren. Si no en el entusiasmo por el antiguo proyecto para el que fueron formados, al menos en la desazón y la perplejidad que les ocasiona a aquellos viejos hombres nuevos el mundo ajeno a aquella “normalidad” en la que crecieron; en la incapacidad para entenderse a sí mismos como parte de un mundo para el que, después de todo, no fueron creados. De algo de esa perplejidad ante el mundo –ante esa normalidad capitalista dentro o fuera de Cuba- parecían hablarnos las fotografías del artista Geandy Pavón incluidas en la exhibición que muestran a una niña completamente uniformada como “pionera” frente a diferentes emblemas de esa otra realidad: una tienda de Target, el perfil de Nueva York, un viejo carro norteamericano o el ratón Mickey. El desamparo expresado en esas imágenes puede ser el reverso de la tendencia de sucesivas generaciones de cubanos a asociar ciertas experiencias, objetos o referencias culturales a esa forma de la felicidad que es no entender nada. De ejercer la nostalgia allí donde parece menos comprensible. O como diría la madre de un amigo de manera más elemental y diáfana: “Allí el que se salva queda bobo”.
Bibliografía
Guevara, Ernesto. “El socialismo y el hombre en Cuba”
“Ley No. 16 Código de la Niñez y la Juventud”
“Tesis y resoluciones del Primer Congreso del PCC: Sobre la formación de la niñez y la juventud”
“Tesis y resoluciones del Primer Congreso del PCC: Sobre la Plataforma Programática del Partido”