Siempre hubo dos Cubas. Una: alegre, risueña, bailadora, inconstante,
romántica, desconcentrada, permisiva, sentimental, espontánea, abierta,
indiscreta, liberal, rebelde, desenfrenada, frívola. Pero también estaba la
otra: la amargada, triste, negada al baile, severa, sin sentido del humor, terca,
antimusical, intolerante, reservada, discreta, reaccionaria, sumisa, contenida
y frugal. Miento. Siempre hubo muchas más. Recombinaciones de las virtudes o
defectos mencionados líneas atrás. Sentimentales sin sentido del humor.
Bailarines intolerantes. Románticos discretos. Risueños reaccionarios. Sentimentales
sumisos. Fue el castrismo, con su fundador a la cabeza, quien pretendió conformar
todo un país a su imagen y semejanza. Y para ello eligió una serie de defectos
y virtudes capitales. La nueva nación (porque de eso tratan los totalitarismos,
de refundar la nación, y si se puede, todo el universo) debía parecerse a su
fundador y hacer de cada uno de los cubanos un Fidelito bonsai.
“Socialismo con pachanga”. Esa era la imagen que todavía predominaba
en Europa sobre Cuba a mediados de los noventas, cuando por primera vez puse
mis pies allá. Imperaba la creencia de que en aquella isla exótica la ideología
igualadora del comunismo había tenido que adaptarse al carácter nacional cuando
lo que ocurrió fue lo contrario. El socialismo con pachanga, si es que alguna
vez se consiguió ese extraño híbrido, fue apenas un instante inicial en el
proceso de domesticación del carácter de todo un pueblo. Las revoluciones, como
las nuevas religiones confían en las virtudes inhibidoras de la austeridad, en lo
útil que resulta como instrumento de control. (Cierta escena de “Dantón”, la
película del polaco Andrzej Wajda lo describe con la precisión del que ha
pensado mucho sobre el tema: Danton recibe al incorruptible Robespierre en su
casa con música, mujeres, un banquete. Robespierre corresponde a la recepción
con un silencio y una contención que a cada segundo se vuelve cada vez más acusadores,
actitud a la que Dantón se va plegando progresivamente. Primero despide a los
músicos y las mujeres. Luego vuelca toda la comida al piso, como intentando
igualarse al otro, al modelo de austeridad que ha triunfado sin siquiera pronunciar
palabra).
Lo que en Cuba todavía llaman “actitud revolucionaria”, “moral
socialista” tiene mucho de ese reduccionismo. La consigna “seremos como el Che”
-ese ser incapaz de bailar o de bañarse con frecuencia que según las anécdotas
era modelo de austeridad- resume ese modelo educativo tanto como las sucesivas
campañas contra el “diversionismo ideológico”. Tiempos en que divertirse
constituía una traición al menos inconsciente a cierto ideal de pureza “con
tantos motivos para no reírse como hay”. Pero esa imposición de riesgos rasgos
a toda una nación, de reducirla a su lado más inhibido y reservado no podía ser
eterna. Ni tenía por qué serlo. Bastaba con que cumpliera con su misión de
sometimiento. Una vez domesticado el carácter nacional podía permitírsele
pequeñas erupciones de su antigua naturaleza siempre que se mantuviera dentro
de límites fijados de antemano. Ese estado de “fiesta vigilada” que tan bien
describió el escritor Antonio José Ponte en libro homónimo. Ahora se permitirían
de nuevo, cubanos bailarines o bromistas siempre que abonaran su debida cuota
de sumisión. Para el nacionalismo, al que el castrismo echó mano en los noventa
para salvarse de la debacle que había arrastrado al resto del mundo comunista,
ese regreso a los viejos tics idiosincráticos eran a la vez un alivio tras
décadas de abstinencia y un atributo de su nueva ideología.
Ahora, en cambio, la banda sonora de las palizas actuales lleva su sello de autoctonía, como para aligerar el siempre duro gesto de maltratar al prójimo. Tarea complicada frente a la oposición más diversa que haya habido nunca en la isla, una disidencia que desde ahora anuncia y defiende su multiplicidad, la de la Cuba de siempre que tal vez nunca fue pero que deberíamos desde ahora imaginar así.
Así que Formell se quejó de que su orquesta, cuyo nombre ya era seña de compromiso, no pudiera figurar de forma más explícitamente colaboracionista y propagandística en apoyo al castrismo, digo, a la "revolución." Bueno, por lo menos tenía cierto talento musical, o sea, por lo menos no era como Juan Almeida y sus cancioncitas. Da ganas de cagar.
ResponderEliminarY con respecto al Chancho (el nombrete de Ernesto Guevara que significa puerco pero que no le molestaba), tremenda ironía: un total cuerpo extraño que jamás encajó en lo (verdaderamente) cubano--a lo que se creía muy superior aunque tanto le besó el culo a Fidel--pero que se debía y se debe por completo a su aventura "revolucionaria" en Cuba y lo relacionado a ella. Claro, a eso también se debió su muerte, lo cual no ayuda mucho que digamos pero conlleva cierta justicia.
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